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CINE | ANIVERSARIO

Las paradojas de John Ford

El republicano John Wayne le llamaba "papi" pero él admiraba a Roosevelt y Kennedy

ÓSCAR BELLOT
MADRIDActualizado:

Probablemente no exista en la historia del cine un director que haya dejado una huella más profunda que él. Sin embargo, cuando a John Ford le preguntaban qué le llevó de su Maine natal a Hollywood, el maestro respondía con modestia: "Un tren". E iba más lejos cada vez que alguien trataba de elevar a los altares la poética que emanaba de sus filmes. "No hago películas para hacer obras de arte. Ruedo películas para poder pagar las facturas", espetaba este descendiente de irlandeses que estampó su firma en más de un centenar de largometrajes y que se marchó tal día como hoy de hace 40 años pidiendo un cigarrillo, dejando tras de sí una larga lista de misterios que no hacían sino engrandecer aún más su figura.

Hombre circunspecto desde su más tierna infancia, su padre auguró para él un futuro en el sacerdocio. Sus anchas espaldas y carácter aguerrido podrían haberle valido muy bien para abrirse camino en el mundo del fútbol americano, deporte que practicó con encono en sus años mozos ganándose el apelativo de 'Toro Feeney'. Pero cualquier pretensión en este sentido quedó abortada cuando decidió seguir los pasos de uno de sus doce hermanos, Francis Ford, actor, guionista y realizador a sueldo de los estudios Universal que le proporcionó sus primeros trabajos en la meca del cine.

Ávido lector de historia, participó como extra en 'El nacimiento de una nación' (1915), la obra cumbre de un cineasta con el que mantendría una relación de mutua admiración, D. W. Griffith. Pero sería dos años después cuando le llegaría su primera oportunidad tras la cámara con un western titulado 'El tornado' cuya buena recepción le permitiría capitanear en los años siguientes multitud de proyectos que comenzarían a asentar su leyenda y su estilo: seres solitarios enfrentados a pruebas de fuego, personajes dotados de una enorme profundidad psicológica, majestuosos paisajes y un concienzudo armazón histórico.

Compromiso político

Eran los tiempos del cine mudo y Ford, cual Lope de Vega de la cámara, facturaba una obra tras otra: hasta ocho en el año de su debut, de las más de 130 que integrarían su filmografía. “La historia la deben contar las imágenes, no las palabras”, proclamaba el viejo cineasta cuando repasaba su carrera. De aquella época data una de sus obras maestras, 'El caballo de hierro' (1924), y otra de mucho menos empaque pero que pasó a la historia por propiciar el encuentro de una de las parejas artísticas más legendarias del séptimo arte, 'Cuatro hijos' (1928). Fue en este último filme donde Ford se topó con Marion Morrison, un joven actor que se convertiría en el héroe de América bajo el nombre de John Wayne.

Duke, como también se conocía a Wayne, volvió a trabajar a las órdenes de Ford en cintas como 'La diligencia' (1939), 'El hombre tranquilo' (1952), 'El hombre que mató a Liberty Valance' (1962) o 'La taberna del irlandés' (1963) y ambos cultivaron una amistad que sobrevivió a cualquier diferencia que pudiese existir entre ellos. Wayne, icono del republicanismo, mal podía hablar de política con quien profesaba admiración por dos presidentes demócratas como Franklin D. Roosevelt o John F. Kennedy, aunque también por el viejo timonel del 'Great Old Party', a quien homenajeó en 'El joven Lincoln' (1939). "Todos vosotros habéis ganado vuestro dinero durante la era de Roosevelt", soltó en cierta ocasión en la que John Wayne y Victor McLaglen zaherían al presidente del 'New Deal'.

Hombre progresista en temas sociales, John Ford no dudó en ponerse al servicio de su país filmando durante la Segunda Guerra Mundial documentales sobre la marina que le valdrían el título de contralmirante y acabó ganándose el beneplácito de Richard Nixon, quien alabó el modo en que sus largometrajes ensalzaban los valores del heroísmo y el patriotismo.

La banda de Ford

Todo un recorrido para quien escapaba a cualquier intento de catalogación, tanto si esta se atenía a su profesión como si se extendía a su compleja persona. Se decía que era rudo con sus actores, una suerte de dictador dentro del plató. Pero dicha afirmación queda desmentida por la estrecha relación que forjó con muchos de ellos. John Wayne no era el único que le reverenciaba. También otros como Victor McLaglen, Woody Strode, Walter Brennan o Henry Fonda, otro que firmó algunos de sus mejores interpretaciones -'El joven Lincoln', 'Las uvas de la ira', 'Pasión de los fuertes', etc.- de la mano del maestro. Era su círculo de confianza.

Claro que hay otros que nunca entraron en él. Fue el caso de Spencer Tracy, incapaz de olvidar la pasión que Ford había sentido por Katharine Hepburn, a quien dirigió en 'María Estuardo' (1936) y con la que intercambió bellas cartas. El protagonista de 'El padre de la novia' (Vincente Minnelli, 1950) acabó quedándose con la chica. El cineasta, devoto católico, permaneció junto a su esposa Mary.

No cumplió, en cambio, con otros preceptos de su religión. La sangre de la tierra de San Patricio que corría por sus venas venció a cualquier admonición en pro de la contención con la botella que pudiera recibir de cualquier sacerdote. Algo perdonable para quien bromeaba contando que había nacido en un pub irlandés.

Catedrático del western -'Fort Apache' (1948), 'Río Grande' (1950), 'Dos cabalgan juntos' (1961), 'Centauros del desierto' (1961)-, Ford dio clases magistrales en otros muchos géneros. Reflejó la dura lucha por la supervivencia en 'Las uvas de la ira' (1940) o '¡Qué verde era mi valle!' (1941), películas que le depararían su segundo y tercer Oscar -ya había logrado la estatuilla por 'El delator' (1935) y habría de llegar aún otra por 'El hombre tranquilo' (1952)-, exploró las pasiones amorosas en 'Mogambo' (1953) y abordó los prejuicios raciales en 'El sargento negro' (1960).

Su última mirada se la dedicó a la labor de unos misioneros americanos atrapados en medio de las disputas de los señores de la guerra que dominaban la frontera entre China y Mongolia a mediados de los años treinta del siglo XX. 'Siete mujeres' (1966) significó la despedida de un hombre tan genial como inclasificable, un hombre que siguió en todo momento sus convicciones y sin el cual la historia del séptimo arte resultaría imposible de comprender.