didyme

El razonar de la sinrazón

Actualizado: Guardar
Enviar noticia por correo electrónico

Como buen gitano rumano era un genio de la trapisonda, si bien Hildegardo Ulmi conservaba de Rumanía únicamente un rescoldito con gusto a «cimbru», esa especie de ajedrea que se usa para bajarle los humos a la escatológica col. Su padre había llegado a Buenos Aires en fecha ignota para ejercer de jockey en el monumental Hipódromo de Palermo, contratado por Carlos Gardel, según juraba.

Le conocí a Hildegardo al menos tres despachos, pero el más llamativo de entre ellos era el que tenía en la colonia Nueva Pompeya, cerca de Avellaneda, en un destartalado ático de un ajado edificio propio de aquel Buenos Aires condenado a parecerse a sí mismo, desde la indigesta envidia de no llegar a ser jamás París. En el edificio, hoy sacrificado por el esnobismo estilista de Puerto Madero, se concentraban muchas oficinas de empresas vinculadas a la industria de la alimentación, sobre todo, haciendas ganaderas, lo que le confería a aquel lóbrego edificio un aire de toril. Olía a atalajes y yerba mate; a gaucho altivo descuidado. A pastizal.

A sus oficinas de Pompeya se accedía directamente desde el rellano en el que desembarcaban seis ascensores de latón dorado renqueantes, ya que el portón que debiera cerrarlas ardió un día y jamás se reemplazó, lo que ocasionaba que la momia de Leocadia estuviera expuesta indefensa. Hay versiones varias alusivas a la momia, que enhiesta miraba al horizonte desde una hornacina chippendale de su tamaño, sardónica simbiosis de catafalco y escaparate; una, la de pertenecer al último mapuche chileno que no capituló ante España en Chiloé. Otra, la de ser la momia de su suegra Leocadia, exhumada incorrupta, pese a su parecido con Amenofis IV.

Pero aquella momia, sobre la que se depositaban los despachos de aduana y demás papelería propia de una actividad exportadora, no era el único vestigio demencial en el que vivía y trabajaba Hildegardo, gran especialista del surrealismo. Vivía en la abstracción metafísica del que es conocedor de la inexistencia de la realidad, de la incertidumbre de la verdad, de la magia del pensamiento libérrimo y el caos. Maestro del honor y del amor, del bienhacer ético, discurrió siempre por el cauce locuaz de la sinrazón de la razón, de la demencia saludable, la propia del que ama la vida con la pasión del arremolinamiento. Sillas de montar gauchas y criollas, reverberos de minería, cornucopias cegadas, mantillas bordadas, grabados de caballerías, fotos de su padre vestido de jockey en un cafetín de Palermo; todo un monumento del dadaismo. Un compendio de razonables sinrazones ajenas a todo litigio. Un ciclón de paz pacificadora caótica, propia de Dios, donde jamás se hubiera podido pensar en la guerra intencionada de Siria; en las guerras diseñadas a la medida de la razón. La Razón no siempre razona; es antinatural y suicida.