la última

La vida en la frontera

Actualizado: Guardar
Enviar noticia por correo electrónico

Fue por lo menos hace diez años. Una entrevista, creo, a Rafael Román. Era diputado provincial y había que hacer eso tan antiguo de repasar lo actual. Los días previos a la charla habían estado marcados por alguna trifulca con Gibraltar (asombro, nada es nuevo), o por algún debate sobre suelo militar en Rota o Barbate, o por la enésima oleada de inmigrantes. Quizás por un enorme alijo de droga. A efectos de la respuesta de Román, no de las vidas en juego, viene a dar lo mismo. Porque aseguró, más o menos, que «vivimos en la frontera, siempre hemos sido territorio fronterizo y siempre lo seremos. Eso marca. Eso hará que esta provincia siempre tenga presencia de militares, de mafias de delincuentes que trafican con drogas y de inmigrantes desesperados» que quieren cruzar la estrecha línea que separa su miseria total de la nuestra, parcial y moral. Somos una frontera. Como casi todas las observaciones atinadas, es simple y vieja, como casi toda realidad es obvia pero nos sorprendemos descubriéndola cada pocos meses, una y otra vez.

Y basta abrir periódicos y emisoras estos días para que las lágrimas se mezclen con el sudor, salado todo, al contemplar que el bucle infinito que mentó Román tiene al demonio siempre amarrado, cabreado, en una frontera. Lo somos. Nos toca. El Alburquerque de Europa, El Paso versión viejo continente, el Nuevo México que separa la riqueza norteña del hambre crónica meridional. Pero sin series (‘The Bridge’, ‘Breaking Bad’) que añadan lírica, leyenda y mitomanía a ningún desierto. Aquí es agua. Sin alacranes ni bolas de matojos rodantes disimulamos la condición de gendarmes y figurantes involuntarios. Pero es idéntica. Al menos, en EE UU, siquiera para ganar dinero en la televisión, se animan a contarlo. Algún día, si nos atrevemos, sabemos y queremos hacer series así, los policías y los desgraciados, los villanos y los justos que tratan de pararles los pies protagonizarán series fronterizas aquí, en Tarifa, Barbate, Cádiz, Sanlúcar o Conil. Seremos escenario ficticio de la realidad que supura. Colonias, piratas, contrabando, acorazados, evasores de impuestos, narcotraficantes y, sobre todo, víctimas, muchas víctimas dispuestas a dejarse lo único que tienen (algo de oxígeno en pulmones y sangre) por tal de coger las migajas de un fardo, por tal de cruzar a cogerlas en la sierra prometida: la del Retín o la que colea por Castellar. Aquí estamos, en lugar donde todo pasa y nada queda, viéndolos pasar si llegan. Tratando, los mejores, de ayudar con leche, galletas y mantas a los que vienen huyendo del sorteo perverso. Y en hinchables, qué cruel. Los juguetes de nuestros niños en Chiclana convertidos en tabla de salvación de una muerte, lenta o por ahogamiento, unos metros más allá. Pasará el mosqueo con Gibraltar por hacer lo que lleva haciendo años. Y el espanto en nuestras playas salvajes de mentira. Y pasarán los barcos militares y se nos olvidarán los portaviones y los cuarteles que nos invaden como mal menor para evitar la invasión. Y el verano que viene, cuando dejemos de hablar de nuestras cosas, volveremos a descubrir nuestra condición –única, constante e inamovible– como si fuera nueva: somos frontera.