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Negros, pobres e invisibles

SILVIA TUBIO
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Ser negro, procedente de un país destripado por guerras que nunca acaban, pobre y sin más propiedad que los restos de orgullo propio para saltar a una lancha decorada con pececitos y jugártela en las aguas traicioneras del Estrecho debería provocar al menos un mínimo de atención en la comunidad internacional, que calla mientras cientos de subsaharianos a la desesperada huyen de Marruecos por el mar. Escapan de un reino aliado al que nadie le pide cuentas mientras mantenga a raya a la radicalidad islamista y ésta no cruce la frontera.

El negro, pobre e invisible es sólo una víctima sin identidad, de un país suplente en el tablero de juego de la diplomacia hipócrita. Es el rostro de esa parte del continente africano que nunca se quiere ver, ni comprender porque eso significaría asumir el pecado de la dejación, del olvido de esas potencias que corren prestas a resolver conflictos en rincones del mundo estratégicamente vigilados.

De donde proceden los protagonistas de este trágico éxodo marítimo son tierras demasiados lejanas. Allí las fuerzas que quedan son las justas para mantener vivas guerras civiles únicamente dentro de sus fronteras. Son sólo una amenaza para ellos mismos. En sus tierras no hay nada que interese ni preocupe a la comunidad internacional, que sigue minuto a minuto lo que se cuece en la plaza Tahrir pero ni tan siquiera mira de reojo a los bebés supervivientes que llegan a las costas gaditanas. Egipto no puede caer, es frontera y muro de contención en el mapa de Occidente.

Al otro lado del Estrecho, asociaciones humanitarias gritan y pocos escuchan. Hay al menos cinco pateras desaparecidas, pero la noticia no abre informativos. A las autoridades españolas y marroquíes les basta con un simple: «No nos consta». La inmigración clandestina tiene estas cosas; se camufla, se esconde, no consta.

El silencio de la comunidad internacional se extiende por esas redes sociales tan dadas a solidarizarse o cabrearse, según qué temas y qué personajes. Días atrás, el alcalde de Algeciras, José Ignacio Landaluce, sembraba la sospecha en un colectivo tan desprotegido al asegurar que no descartaba la presencia de islamistas radicales entre los supervivientes del Estrecho. Una metedura de pata que sólo le valió un puñado de ‘tuits’ en contra.