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Iggawin

JUAN MANUEL BALAGUER
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La germinación de las plantas le debe mucho al viento locuaz, al mensajero invisible que acompaña al abejorro en su revoloteo germinador. Sin juglares, la concienzuda labor de los clérigos y de los artesanos medievales de su entorno; pendolistas, ilustradores, curtidores y encuadernadores, se hubiera marchitado encaramada en un desvencijado facistol. Debemos pues al mester de juglaría lo mismo que debemos al mester de clerecía, sustantivos pilares de la civilización vivificante. Este etéreo flujo, aporta a la existencia humana las nutrientes de la buena nueva y así de la innovación. Sin noticia, ni notificación, no hay evolución, de ahí que todo empeño, del tipo que este sea, que aspire a realizarse y perpetuarse, debe cuidar la comunicación didáctica y divulgativa con primor.

Mi amigo Mohamed Mocaifri, serer de Mauritania, de la tribu transahariana de los Erguibat, me invitaba siempre que podíamos disponer de un par de días libres, toda una pirueta, a ir al Banc d’Arguin a ver pescar a los imraguens, unos pescadores bereberes que se asocian con los delfines para acorralar en los bajos del banco a las corvinas y las bailas y pescarlas al vuelo como si fueran alocadas torcaces. En la lengua fula, pero también en soninké y wolof, imraguen significa «los que recolectan vida». Mohamed viajaba siempre asistido por servidores de su ‘harca’, familiares, que montaban con especial presteza y sentido climático de la orientación, varias haimas. Los hombres honorables, los jefes de tribu de prosapia guerrera, se hacen acompañar por un iggawin y unas doncellas capaces de tañer el tidinit y el ardin, parientes del laud y del arpa. La marginada casta iggawin está configurada por músicos y juglares, por portadores de noticias, por narradores y rapsodas casi todos esclavos, aunque Mohamed lo negara entre carcajadas.

Todo el ceremonial del té y el sacrificio ritual de la cabra, todo su sentido del homenaje y la ofrenda, en su caso, era el propio de un heredero de los reyes Ziríes de Granada, de un sanhaya, de un almorávide de la periferia subyugante del desierto, de la tierra sin confines ni amos. Era proveedor importante de nuestro ciclópeo proyecto pesquero pero jamás, jamás, solicitó favores. Me invitaba para conversar con calma. Para convencerme de que su civilización islámica tenía mayor catadura moral que la cristiana. Era un maestro de la polémica sosegada, educada e ingeniosa. En una ocasión le pregunté por la función de su sirviente iggawin y me dijo que le acompañaba para escuchar al viento y sustraerle noticias, seleccionando de entre ellas las emocionantes. «…El Harmattan, el viento del fuego, sólo trae malas noticias, infundios referidos a otras tribus. Maledicencias. Omar, mi iggawin, no le presta atención. La honra de los demás hay que defenderla como si fuera tuya». La sabiduría es un oficio artesanal.