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El ombligo del mundo

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A veces deberíamos mirarnos menos el ombligo. Me lo dice María, vestida de blanco y de negro, con sus gafas de aviador y un fondo rocoso precioso que adorna El Sardinero. Cádiz no es el origen del mundo. Ni el fin. Y con lo osado que somos, con lo pesado que nos ponemos, un día llegaremos a creérnoslo. A María le provoca una carcajada que yo le enumere las bondades de nuestras playas, que le describa lo fina que es la arena, que relate las corrientes que hundían fragatas cargadas del oro de las américas.

A María le provoca risa que le cuente que los Astilleros ya no fabrican ni reparan, que Altadis se marcha a fumar a otra parte, que los ambulatorios en verano se cierran y nadie dice nada. A ella no le asombra que la crisis de la pesca esté a punto de acabar con una de las pocas actividades lícitas que mantenían pueblos enteros en las últimas décadas, que el otoño se presente ya, a la vuelta de un par de semanas, caliente como pocos por las manifestaciones y el descontento popular. Allí arriba, donde el Cantábrico enfría el agua incluso en días soleados, las penas son las mismas, sus cuitas son también verdaderas, y lo bueno también es bueno, magnífico, espléndido. Presumir de playas o lamentos siempre se nos dio bien a los gaditanos. Pero con ella no funciona. Sindicalista desde hace años, en su materia gris ya no hay sitio para la ilusión, tampoco para la lucha. Pero tampoco para la complacencia. Y ella se parte de risa cuando le recuerdo que tenemos ascendentes fenicios, que nuestros políticos se preocupan de los ciudadanos solo cada cuatro años, o que las casas se caen encima de las señoras mayores sin ingresos, en los colegios no se enseñan ya ni modales, y el paro toca de lleno a toda una generación.

María ríe a carcajadas y me pide que pare. Allá arriba, con un fondo rocoso precioso y varios leones marinos jugueteando con las olas, todo se ve distinto. Pero allí tampoco hay empleo, ni políticos decentes, ni futuro para el sector conservero de la anchoa. Y aunque parezca cruel, ya se sabe. Mal de muchos, consuelo de tontos. Pero alivia dejar de ser por un momento, para lo bueno y para lo malo, el ombligo del mundo.