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Se buscan traidores

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Pocas cosas más aburridas que el fútbol de verano. Pocas provocan más sopor que el juego prodigioso sin sufrimiento ante la previsible derrota ni agonía por el incierto triunfo. Una de ellas es un debate parlamentario en España ahora (ese tiempo que empezó en los 90 y se atascó). Demasiados espectadores pudieron recitar, con 24 horas de adelanto, lo que iba a contar cada líder en ese foro, cómo iba a reaccionar, y remedar los aplausos, cada cohorte al regreso de su pastor carismático o cuasiautomático. Pudieron adelantar los oyentes, también en la víspera, los titulares de los periódicos y los desfases de los contertulios cojos de mollera. Es mucho peor que ver una mala película otra vez. Es haber memorizado los diálogos sin querer en la cartelera inmutable.

Es lo que tienen la lealtad y la fidelidad. Están sobrevaloradas. No son nada, o peor, si no están acompañadas de la pregunta ¿A qué? También eran leales los kamikaze que lanzaban su vida contra los barcos para quedar reducidos al punto rojo de su adorada bandera. Fueron fieles los leales de todos los siglos a todos los sátrapas. Y lo son los que revientan, literalmente, por la literalidad de un texto, dicen, sagrado. Lealtad, fidelidad, tribu forman parte de la médula de nuestro dolor de espalda, cabeza y genitales. Pero callados. Es decir, gritando en internet.

A Cádiz, a España, al mundo todo, le hacen falta traidores. Qué sabríamos de los métodos de los ejércitos salvadores sin ellos, cómo habríamos confirmado que vivimos en ‘Gran Hermano’ sin Snowden. La mafia no tendría un preso sin arrepentidos. Nixon aún sería respetado, los GAL habrían quedado en empate, los métodos de algunos colegios aún estarían al margen de cualquier análisis y las cuentas de los partidos las harían con ábacos.

Se buscan traidores, chivatos, desleales, infieles, tocapelotas que se revuelvan contra sus superiores, en contra de sus propios intereses y miedos, a favor de algún presunto bien común, de alguna supuesta idea colectiva. Aunque sean ególatras rencorosos de pelo cano y nombre de diseñador. Los necesitamos, a cualquier nivel, con urgencia, en la ONU y en el Concurso del Falla, en las directivas de nuestro equipo, en la CIA, en el bar de la esquina y en cada partido, en cada ayuntamiento, alguien que diga lo que no debe, lo que no le conviene, lo que nadie esperaba que dijera. Por una vez, lo imprevisible, la verdad. La que sea. La suya.

Necesitamos a periodistas que critiquen sus informativos, las portadas de sus medios, que discrepen. A diputados abatidos tras el discurso de su líder. A gaditanos que digan que Cádiz no les gusta tanto, que no es tan bonita. A sindicalistas que abominen de la central. A especuladores que le cojan asco al dinero. A sobornados abochornados, sicarios que desobedezcan, encargados que le digan a su jefe que se está cargando la empresa. A jueces que condenen a colegas por perder el juicio. A médicos que le digan a sus iguales que actuaron como psicópatas. A maitres que le digan a su chef que compra mierda y cocina estafa. A vecinos que piensen en la escalera y la ciudad. A parientes que no cuiden sólo a su familia. Incluso a esposas y maridos que le digan a su pareja que les quieren pero son un coñazo.

Por analizar. Por debatir de veras. Por cambiar de palabras. Por variar. Por lo menos.