Apuntes

Una costumbre ante un mar de dudas

El Trofeo Carranza vive la víspera de una edición que marcará su definitivo rol en la ciudad como evento lúdico ajeno al fútbol o como pequeña cita deportiva

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Los gaditanos, como pueblo viejo y marino, tienden a la melancolía. Cualquier pasado se magnifica como glorioso y casi todo acto repetido en apenas una docena de años parece tradición antigua, parte de ese pretérito esplendoroso que ya nunca será presente brillante. Es el caso, a pequeña escala, del Trofeo Carranza y todo lo que mueve a su alrededor. La inocente, improvisada, costumbre de esperar a las personas que iban al fútbol con algún tapeo, con una prórroga de playa basada en algo que picar en terrazas o sobre la arena fue el origen. La práctica, ajena a cualquier organización más allá de la programación de los establecimientos ante el incremento de clientes, alcanzó su apogeo en los 60 y 70. Después, una conjunción de elementos se alió para inflar, institucionalizar y deformar una simple costumbre colectiva, una coincidencia. El fútbol internacional dejó de ser lujo infrecuente porque aparecieron las televisiones, los calendarios deportivos cambiaron, el turismo nacional se masificó y la simple cita se convirtió en convocatoria gigantesca pero con pies de barro -la menguante excusa futbolística original-. Con el cambio de hábitos y el equipo anfitrión en permanente colapso, las dificultades de organización, el decreciente interés deportivo y los efectos de la masificación se unieron hasta hoy.

Este año, con un triangular de equipos ajenos al olimpo internacional del fútbol, el espacio cada vez más acotado y los asistentes en constante descenso (en número y edad media) el Carranza se enfrenta a una edición clave: o empieza a extinguirse de forma definitiva y queda como cita lúdida ajena al fútbol o se adapta a ser una pequeña cita deportiva. La tradición que fue, en cambio, nunca volverá.