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PROGENIE DE AMADORES

Juan Manuel Balaguer
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Los amerindios que aún habitan en sus asentamientos ancestrales a ambos lados de la frontera entre Estados Unidos y México, gozan de la patente de transfronterizos lo que les permite entrar y salir sin pasaporte de uno a otro país. Ejercen ese derecho consuetudinario con soberana determinación, dado el desprecio que tienen a las lindes y confines. Para ellos, las demarcaciones únicamente pueden utilizarse para delimitar territorios sagrados. Su gran sencillez existencial corresponde con una muy sucinta cosmogonía y una mitología reducida al espacio simbólico de la bolsa escrotal de un chamán deificado. Son más cósmicos y menos mitológicos que nosotros. Pocas son ya las familias de origen yumano que habitan en esos pagos fronterizos de Sonora, Arizona o de las Californias. Unos pocos pai pai, yaquis o kumiais que aún conservan aureolas de prosapia de cazadores y guerreros.

Panchito Ruiz, aseguraba engallado ser pai pai antes que mexicano. De oficio albañil, dedicaba más tiempo al requiebro a cuanta sonriente indiecita se le cruzara en su senda, que al uso del palustre. Tenía fama de bonito y preñador. Yo le conocí muchas compañeras oficiales lo que no era óbice para que dejara en cinta a cuanta incauta le prestara atención en el parián, desde una erótica cándida, machista y folklórica, ajena a las censuras morales civilizadas. Dada esa fama, se pasaba la vida desmintiendo sus paternidades, empeño complicado en casos como los de Mirna pues tenía su mismita sonrisa y sus hoyuelos en los mofletes de muñeca. Era un pendón en toda regla, si bien no conocí a ninguna de sus fugaces compañeras de catre que le recriminara su lúbrico comportamiento, ni menos aún que le reclamara un promisorio proceder como padre. Era díscolo, pero tenía un gran sentido de la paternidad, excesiva en algunos casos, pues siempre que venía a nuestra casa de Ensenada, para ejercer de albañil de cabecera, traía consigo a un crio distinto al que debíamos desnudar para librarlo del vestuario de esquimal con que solía arroparlos evitando con ello su asfixia. Los amerindios yumanos no saben vivir sin una gruesa manta a mano, en memoria del gélido relente nocturno del desierto de Sonora.

Está América repleta de inocencia. De candidez edificante. De una redentora irresponsabilidad que mantiene una procreación olfativa, impulsiva, pecuaria, marcadamente bondadosa y afectiva con los niños, para evitar la exterminación de la fragancia de estos pequeños colectivos que hacen todo cuanto pueden para que no se los engulla la modernización. Una modernización plastificada, amanerada y egoísta a la que le chinga el no tener redaños para montar el cimarrón de la vida en el jaripeo de la honorabilidad, de la austeridad, de la probidad y el respeto al vecino y al menesteroso. No amamos con lustre ni fulgor. Hemos perdido sentidos y principios instintivos. Humor y amor.