Algunas historias que sucedieron en los 'Faros de Roca'
DOCTOR EN INGENIERÍA DE CAMINOS, CANALES Y PUERTOSActualizado:La semana pasada quedé en que -si me lo permitían-, les iba a contar algunas historias y leyendas que sucedieron en esos primeros faros ubicados en inhóspitos y aislados islotes rocosos -conocidos como «faros de roca»-, en donde sucedieron historias sobrecogedoras, muchas de ellas ejemplares, protagonizadas por los torreros y sus familias que allí habitaban. Ante todo debo decir que estos relatos los leí en los libros que escribió, sin temor a equivocarme, el «farero más ilustrado del mundo». Me refiero a Miguel A. Sánchez-Terry, toda una referencia para los que quieran adentrarse en el apasionante mundo de los faros.
Uno de mis relatos preferidos, por su heroicidad y sentido del deber, fue la del torrero Matelot y su familia. Sucedió en 1911 en el faro de Kerdonis, en el noroeste de Francia, que iluminaba una zona de difícil navegabilidad. El faro estaba constituido por una anticuada linterna, movida por unas pesas conectadas a un aparato de relojería. Al frente estaba un único torrero, de nombre Matelot, que vivía con su mujer y sus tres hijos: dos niñas de catorce y tres años, y un hijo de trece. El Martes Santo de 1911, el torrero sufrió un ataque de apendicitis, falleciendo al anochecer, pero no sin antes advertir a su esposa, al saber que iba a morir, que no se olvidara del funcionamiento del faro.
Ésta, a pesar de la terrible situación, asumió la responsabilidad que como esposa del torrero tenía. Subió al faro y encendió la linterna, pero no supo poner en funcionamiento el aparato de relojería. Mandó a la niña mayor y al niño a que se hicieran cargo del funcionamiento de la linterna, ¡a mano!, permaneciendo toda la noche dando vueltas a la óptica de gran tamaño, mientras ella pasó la noche cuidando de la pequeña y disponiendo lo necesario para el entierro del cadáver de su esposo. Todo esto sin dejar de vigilar y ayudar a sus dos hijos, que con las manos ensangrentadas, cayeron extenuados al amanecer. Lo prodigioso de esta historia es que esa noche, ningún navegante de aquella peligrosa costa advirtió nada extraño en los destellos e intermitencia de la linterna. Al día siguiente, el Servicio de Señales Marítimas francés, recibió un escueto comunicado que decía: «Matelot, del faro de Kerdonis, falleció a primera hora de la noche. El servicio no se interrumpió».
Otra historia relacionada con la valentía de estas familias de torreros, y que tuvo mucha difusión en la prensa, sucedió en Inglaterra, en septiembre de 1838. Durante una terrible tormenta, un vapor, de nombre Forfarshire, con sesenta y una personas a bordo, se partió en dos al encallar contra unas rocas cercanas al faro. Se ahogaron cuarenta y tres, y el resto se salvó gracias al torrero del faro, su hija y sus hermanos, que rescataron a todos los supervivientes con un pequeño bote de remos, entre olas gigantescas.
La hija, Grace Darling, se hizo muy famosa, y algunos escritores conocidos escribieron poemas dedicados a su heroísmo. Mucha gente quería mechones de su rubio cabello y le ofrecieron importantes cantidades de dinero para que apareciera en teatros y exhibiciones. Ella rechazó todas las ofertas económicas. A pesar de su notoriedad, la niña quiso seguir viviendo con su larga familia en el faro. Al final, lo tuvo que abandonar por problemas de salud, muriendo de tuberculosis cuatro años después. A raíz de esta hazaña, el faro de Longstone, en las islas Farne, se hizo muy famoso, convirtiéndose en un lugar de visita, cuando ya no estaba habitado, existiendo incluso un museo en el pueblo cercano dedicado a su nombre y al heroico rescate.
No quisiera acabar sin recordar la tragedia que sucedió en mi tierra, en el faro de Las Islas Hormigas, en el Cabo de Palos, para resaltar, una vez más, el sentido del deber y las condiciones de vida que tuvieron esos torreros que vivían en pequeños y aislados islotes, con sus familias. Sucedió en 1873, a raíz de una impresionante tormenta que empezó a fraguarse con fortísimos vientos de levante durante los días 30 y 31 de octubre, y 1 y 2 de noviembre, en donde hubo olas que sobrepasaron la torre de su faro, situado a 25 metros sobre el nivel del mar. El torrero principal y su familia, compuesta por su mujer y cuatro hijos, así como el torrero auxiliar, tuvieron que pasar la noche del día 1 cambiándose de habitaciones, conforme la casa del torrero se iba derrumbando por el golpe de las olas. Visto que el temporal amenazaba también a la torre, subieron los dos torreros a ella, con la finalidad de asegurar el aparato óptico -lo más sagrado de un faro-, sucediendo lo inevitable, pues una ola tremenda rompió un cristal, apagándose la luz. Lo impresionante de esta historia es que, en tan dramáticas circunstancias, y con un sentido del deber digno del mayor encomio, los dos hombres desmontaron el aparato de iluminación y lo colocaron en el suelo de la cámara, para evitar que lo destruyera el agua. Con la más absoluta oscuridad, salvo los resplandores de los relámpagos, bajaron entonces a recoger a la mujer y a los niños, pasando así una noche terrible, viendo cómo por instantes, desaparecía su casa. Así amanecieron el 1 de noviembre y a las 5,30 de la mañana, ya no quedaba más que el muro de la zona suroeste, detrás del cual se pertrecharon. Poco después, las olas arrastraron a aquellos desamparados a la muerte, salvándose milagrosamente, tras dos sillares, el torrero principal y su hijo más pequeño, que tenía entre sus brazos, consiguiendo subirse a la torre, en donde permanecieron, en un lastimoso estado, hasta el día 4 a mediodía, en que la mar amainó, permitiendo que el bote de servicio que transportaba los víveres, los trasladara, extenuados, al faro de Cabo de Palos, en donde fueron atendidos. Desgraciadamente, no existe siquiera una placa que recuerde los nombres y la heroicidad de esas personas.