El paso al frente de la desdibujada esperanza de los jóvenes revolucionarios
Mohamed el-Baradei alimenta dudas y escasas simpatías por su falta de carisma aunque se nutre de una larga y exitosa trayectoria como político
EL CAIRO. Actualizado: GuardarUn hombre sin carisma en la calle pero respetado por sus convicciones y su currículum. Así es Mohamed el-Baradei, el Nobel de la Paz que desde ayer asume entre numerosas dudas la responsabilidad de comandar el Gobierno de un Egipto dividido. Su figura poco atractiva y un tanto huidiza nunca ha llegado a calar entre la población, que lo percibe en ocasiones como un advenedizo, más pendiente de atender asuntos fuera del país -para muchos es el gran aliado de Estados Unidos- que en escuchar las demandas del egipcio de a pie.
Nacido en El Cairo el 17 de junio de 1942 en el seno de una familia acomodada -su padre era un abogado con credenciales democráticas-, se licenció en Derecho por la universidad de la capital egipcia en 1962 y alcanzó el doctorado en Derecho Internacional por la Escuela de Derecho de la Universidad de Nueva York en 1974. Los primeros años de su carrera profesional transcurrieron en el cuerpo diplomático, aunque en la década de los 80 su vocación por las instituciones multilaterales lo llevó a la ONU, donde dirigió el Programa Internacional de Derecho en el Instituto de Investigación de las Naciones Unidas.
Su verdadera proyección la alcanzó poco después al aterrizar en el Organismo Internacional de la Energía Atómica (OIEA), donde escaló puestos hasta llegar a sustituir al sueco Hans Blix como máximo responsable del organismo. Su mandato estuvo marcado por su empeño en fomentar la utilización de la energía atómica con fines pacíficos y en garantizar la política de inspecciones de armas nucleares en el mundo. Casado y con dos hijos, El Baradei alcanzó su máximo reconocimiento internacional al enfrentarse al Gobierno estadounidense cuando este alegó un supuesto programa iraquí de armas de destrucción masiva para invadir ese país en 2003.
El-Baradei emprendió en 2010 su más arriesgada aventura política: desplazar del poder a un régimen que aparentemente no mostraba grietas. Al poco de llegar, anunció la creación, junto a otros opositores, de la Asamblea Nacional para el Cambio, un grupo que germinó en el partido Al-Dustur (La Constitución), cuyo liderazgo abandonó ayer al ser nombrado primer ministro.
Después de la caída de Mubarak, su nombre había sonado repetidamente como uno de los candidatos a encabezar un Gobierno de unidad nacional o a dirigir la transición hasta las elecciones presidenciales. Encarnaba la gran esperanza democrática. Sin embargo, tras renunciar a competir por la Presidencia en 2012, permaneció en un segundo plano mientras su imagen desaparecía de las televisiones.