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Picasso en familia
La faceta más familiar e íntima del pintor cubista queda reflejada en una exposición en Málaga, que ofrece una imagen alejada del egocentrismo
MÁLAGA. Actualizado: GuardarA la pequeña Paloma le gustaba echar las horas muertas en su estudio. Se sentaba a su lado, de igual a igual, y emborronaba los lienzos que su padre había preparado para ella con infinita paciencia. Cuando terminaba firmaba como 'Paloma'. Hasta que se daba la vuelta y alguien añadía 'Picasso'. «En un momento determinado comprendí que yo era hija de mi padre y asumí esa realidad», recuerda Paloma en uno de los textos que ilustran una fotografía con aquellos momentos de intimidad entre padre e hija. «Conservo muy buenos recuerdos de él. Era un hombre muy especial, generoso, que sabía tratar a los niños como adultos. A su lado yo me sentía importante».
Seguro que Maya comparte con su hermana Paloma esa visión tan infantil. A ella su padre no le daba lienzos ni colores, pero sí juguetes hechos en papel. Y algo más: su tiempo. En aquella época era imposible que Picasso se comprometiera con una cita si coincidía con un jueves. Ese día estaba reservado para ella y para su madre, María Therese.
Paul recuerda, en cambio, que a su padre le encantaba ir a la playa, y ya de «mocetón» el atractivo pelirrojo -nacido de la unión entre el malagueño y Olga Kokhlova- le visitaba en su casa «con esa actitud indolente de quien no se le sube a la cabeza la gloria de su padre». Allí coincidía con Claude, otro de los pequeños del clan que le devolvió a Picasso parte de la juventud en plena madurez. Hasta Catherine Hutin, hija natural de Françoise Guillot y hermanastra de Claude y Paloma, se guarda para sí el recuerdo de Pablo. «Mi madre tuvo la inteligencia de educarme para que respetáramos su trabajo. No hacíamos ruido, y comíamos cuando él quería comer», recuerda la joven, que compartió con él muchos de esos encuentros en torno a la mesa que para el genio eran casi sagrados. «Cuando se le avisaba para la hora del almuerzo paraba de pintar para estar cerca de sus niños. Su obra era importante, pero también lo era su familia», añade su nieto Bernard Ruiz-Picasso.
Porque los que le conocieron no pintan, en absoluto, el retrato de un tipo violento y egocéntrico con los suyos. Si hubiera sido así, prosigue Bernard mientras repasa con cierta nostalgia las fotografías que se ordenan en una de las vitrinas de la sala, «no estaríamos contemplando una obra tan inmensa como la suya». Al nieto del pintor no le falta razón. El rastro de ternura que se adivina en todas y cada una de las piezas que desde ayer ocupan las salas de exhibición temporal del Museo Picasso de Málaga parece incompatible con ese lado oscuro. En ellas se ve al amante, al padre y al marido, a veces en actitudes tan convencionales -con su hijo Paul colgado de su espalda en un descanso en el jardín o abriendo regalos de Navidad- que cualquier cabeza de familia podría ver su reflejo en ellas.
Picasso quiso a los suyos. Por eso también los pintó. En alguna ocasión el artista llegó a afirmar que «el retrato de un ser amado es siempre una obra maestra, y no se puede pintar algo si no se le quiere».