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EL SUEÑO DEL COMERCIO

Yolanda Vallejo
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Dice la psicología que el primer paso para la curación de una patología lo debe dar el propio paciente reconociendo su diagnóstico. Algo así como lo de «me llamo x y soy adicto a…» que siempre sale en la películas de serie B. Ahí mismo, dicen, empieza el proceso de sanación y comienza a vislumbrarse la claridad. Ahí mismo, está el comercio gaditano, ese al que se le llenaba la boca de sedas y oropeles, de sal ultramarina, de historia. El mismo que hizo burlas a su suerte y fue cayendo, como esta ciudad, en el sueño de Morfeo –sí, casi, casi como los de Eurovisión– malgastando una herencia que tal vez ni siquiera le correspondía. Nosotros, que ya tenemos unos años, lo conocimos con achaques y nos acostumbramos a verlo siempre en cama, esperando como Penélope una mercancía que nunca llegaba, que siempre se había acabado, que estaba por venir. Lo hemos visto salir y entrar de la UCI, conectado a un respirador artificial y hasta le hemos llegado a desear una hora cortita viendo como iban cerrando uno tras otro locales de los de toda la vida… Nombres que ya sonaban a hueco, pero que olían todavía a otros tiempos, mejores tiempos.

Hay quien dice que en Cádiz el abuelo abre el negocio, el padre lo amplía y el nieto lo cierra. Puede que sea así, no lo sé, pero lo cierto es que el comercio gaditano se está –se estaba– perdiendo y es una pena. Horarios imposibles, precios elevados, trato poco amable –salvo excepciones–, dificultad de acceso y aparcamiento… todo se fue confabulando para que en Cádiz, ese comercio tocara fondo.

Y tocó fondo. Vaya que si lo tocó. No ayudaba en nada, es cierto, ese falso tinte cosmopolita que nos llevaba como en peregrinación a los centros comerciales, ni ayudaban las eternas primaveras que anunciaban las grandes superficies. Pero tampoco ayudaban nada los propios comerciantes locales que se dejaron llevar por la inercia de que sin demanda, no es necesaria la oferta. Y es ahí donde se equivocaban. Porque unos por otros, dejamos la casa sin barrer y la pescadilla que empezó mordiéndose la cola, acabó devorándose entera.

Cádiz es «eminentemente comercial, turística y hostelera», dice Antonio Sales, presidente de Cádiz XXI. Bien, hemos dado el primer paso, reconocer que somos una ciudad comercial, reconocer que hemos llegado al fondo del pozo y que a partir de ahí, sólo queda subir. La Mesa del Comercio constituida esta semana nace con aspiraciones, con buenas intenciones, al menos.

Campañas comunes, tarjetas de fidelidad, cooperación, publicidad… Aunque, todo hay que decirlo, de buenas intenciones está el infierno lleno. Porque por mucha app, por mucha web, por mucho espectáculo de calle, por mucho bono de aparcamiento que haya, si no se ventila bien la casa, siempre olerá, en el mejor de los casos, a naftalina.

Si todos estamos de acuerdo en que el futuro de esta ciudad tiene parada obligada en la modernización y en la reforma de la hostelería y del comercio, habría que empezar por revisar los precios de los locales comerciales –un local no es la gallina de los huevos de oro–, por revisar los horarios –no hay peor imagen que esos cruceristas dando vueltas a las nueve de la mañana por una calle Columela completamente cerrada–, por revisar las mercancías –no es normal que en una ciudad de playa no haya donde comprar ropa de baño fuera de temporada–, por reciclar al personal –ser amable también cuenta–, y por asumir, de una vez por todas, que la hostelería y el comercio no son más que servicio. Que está bien soñar, sí, pero que los sueños pueden transformarse en pesadilla.