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MACETÓN DE ASPIDISTRAS

Juan Manuel Balaguer
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Conserva el urbanita contumaz un atenuado desprecio hacia las plantas en esta Iberia de nuestros quebrantos. No resulta ser España país de jardineros virtuosos, básicamente por esa fobia genital hacia los árboles que nos caracteriza, quizás por remotos complejos fálicos rituales. Resulta complicado contemplar en nuestro país jardines inmaculados, exultantes y pluscuamperfectos, como abundan en Holanda, Inglaterra, Francia o Chile. Nos falta la paciencia y la afición a la abnegada y misteriosa botánica urbana. Se nos da mejor el cultivo en maceta, la del pequeño formato adecuado para el manejo impaciente de la flora domesticada, convertida en sintaxis idílica en Córdoba.

Puede que esta impaciencia que castra el cultivo suntuario sosegado, hace que nos gusten aquellas plantas que no necesitan de primorosos cuidados y de auxilios del regadío. Siendo originaria de China, la aspidistra puede que sea la más gaditana de las plantas domésticas, pues no requiere cuidados, no reclama agua, y crece sin cesar. Sucede lo mismo con la buganvilla. En México aprendimos de los jardineros pay-pay que a la buganvilla no se debe regar para que florezca con exuberancia. La ecología avanzada de vocación antropocéntrica le concede al árbol atributos próximos a la inteligencia convencional, que me atrevería a llamar inteligencia botánica, incluso floral. Así, creo que las plantas adivinan los flujos afectivos y las dotes habilidosas de los jardineros, hasta el caso de negarse a florecer en los ambientes hostiles latentes. Se trata en realidad de desafectos, de distracciones, de precipitaciones que impiden el concilio entre el mundo animado y el desanimado. La flor, el niño, el amor, la amistad, reclaman el primor del regadío, pero también la poda y el trasplante. La disciplina rectora de los desvaríos caprichosos.

En las ciudades suizas, austríacas e italianas hermanadas por la estética tirolesa, se han institucionalizado los arriates de gitanilla colgados en ventanas y logias, consiguiendo que todos estos tiestos florezcan a la vez con profusión, como instados por un bando municipal. Resulta ser un ejercicio urbano de floración locuaz, un guiño primaveral que quiere hacer olvidar los rigores de los climas de bisturí propios de los Alpes. Son expresiones de plásticas floradas que testimonian la afición popular hacia las flores desde una elocuencia ruborizada luterana.

La democracia no es un macetón de aspidistras pues necesita del riego mesurado aunque constante, si bien este símil parabólico no debe interpretarse como una defensa del sufragio perenne. Hay que permitirle al que gobierna que gobierne en paz, bajo la sombra metafórica de un emparrado respetuoso y hay que obedecerle, le hayas votado o no. La mano alzada elevada a sistema, a guirigay de jungla, no cabe en democracia. Hay que erigirse en seto de boj arquitectónico en vez de ejercer de planta suculenta espinosa creciendo altiva en el sotobosque caótico de la ignorancia y la intolerancia.