la última

Burrocracia

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Antonia Sánchez Galván nació el 29 de febrero de 1912, en Medina Sidonia. Fue hija, monja, madre y, finalmente, abuela. También fue sumamente inteligente, experta en memorar, trabajadora y discreta: un poco más que un poco manipuladora. Una mujer, Doña Antonia, que de haber nacido en otra época y en otro lugar podría haber llegado a ser cualquier cosa que hubiese deseado, aunque no tengo claro que ella hubiera querido ser otra cosa que lo que fue. Tenía una terrible dolencia en el nervio trigémino que la agotaba hasta el punto de no dejarle hablar cuando el dolor apretaba. Antonia, dura como una piedra del Castillo de Medina, odiaba medicarse. Jamás volvió a su pueblo natal desde que murieron sus padres: quedó encerrada en su casa, con su marido y sus hijos, cumpliendo un año de cada cuatro hasta que ingresó en la Residencia de la Cruz Roja de San Fernando, donde recibía visitas de sus familiares y amigos con regularidad.

Antonia era todo un B.I.C., aunque no estaba catalogada. Las personas que la cuidaban estaban pendientes de ella, de que no se derruyera su dentadura, que las vidrieras de sus lentes centellearan limpias en mil colores, que su lúcida mente siguiera estimulada por el contacto con todos sus parroquianos, incluso en el geriátrico, donde se hizo dueña de un pasillo (dicen que los abuelos, para pasar, debían pagarle peaje). Cuando casi se fracturó la cadera y sus piernas no le aguantaban ya el exiguo peso, se vio sentada de por vida en una silla de ruedas, pues era preferible tomar medidas aseguradoras antes de que se produjera una nueva caída, que hubiera provocado una nueva operación y un nuevo entierro. Pasan ya ocho años desde que Antonia Sánchez Galván, la mujer del cirujano metido a practicante, descansó. Una señora nacida de la urdimbre del pueblo de la Duquesa roja, que hubiera alucinado con que su Iglesia de San Agustín –que no fue la que abandonó a la fuerza cuando su madre le metió el hábito en un arcón y tiró la llave al río– sufra graves derrumbes por culpa de la burrocracia de las administraciones políticas y religiosas, que permite que el patrimonio histórico-artístico de un pueblo, de una provincia, de un país, caiga, pedazo a pedazo, techo a techo, sin posibilidad de reparo, aludiendo a problemas económicos o a eternos regateos.

He leído el comunicado que hizo el Ayuntamiento de Medina Sidonia responsabilizando del desastre a un Obispado que decía no tener posibilidad de restaurar su Iglesia. El mismo comunicado aclara que los técnicos municipales estaban controlando la situación del sagrado B.I.C., planteando permutas de propiedades inmuebles, buscando soluciones de diverso tipo, permitiendo, en fin, que entre unos y otros, quedara la Iglesia sin barrer. Tengo referencias de que Rafael Zornoza, el obispo de Cádiz y Ceuta, antiguamente llamado, precisamente, de Assidonia, es un hombre bueno que desea hacer un recordado trabajo por y para su Diócesis. Me consta que desde agosto de 2011, en que fue nombrado, está afrontando una muy necesaria reforma del organigrama de su institución. Don Rafael deberá multiplicarse y tomar medidas para evitar que la burocracia –la suya y la ajena– y sus interminables formulismos y negociaciones provoquen desastres como el de la bellísima Iglesia de Medina. Antonia Sánchez Galván no está ya para exigírselo. Pero sus descendientes sí.