Donde habitan los libros
Actualizado: GuardarDonde habitan los libros no existen los yogures caducados, ni las duchas frías. Tampoco existen los políticos de medio pelo, ni los predicadores. Ni los desahucios, ni los despidos, ni los recortes. Donde habitan los libros, el alimento procede de la palabra que se hace carne en cada verso, en cada página. Donde habitan los libros no hace falta tragarse sapos ni culebras, ni comerse a los bichos de la tierra, porque donde habitan los libros hay una fuente de energía inagotable, renovable, sostenible, limpia, hermosa purísima. Donde habitan los libros no hay plazo que no se cumpla ni deudas que no se paguen y por eso están derogadas casi todas las leyes, hasta la ley del más fuerte. Porque no es más fuerte quien más pega, sino quien resiste más. Y nadie, ni nada resiste como los libros al paso del tiempo, de la forma, del espacio, de la gente.
La primera Feria del Libro se celebró en abril de 1933 en Madrid. En aquella ocasión las editoriales madrileñas inmersas todas en un furor editorial sin precedentes en nuestro país decidieron sacar los libros a la calle, acercar los libros a la inmensa mayoría, en comunión con aquellos ingenuos planes de promoción de la lectura que llevaba a cabo el gobierno de la República. «La tierra habitable ha sido toda ella descubierta, pero nos queda el mundo sin contornos, el mundo infinito» decía entonces Fernando de Los Ríos, ministro de Instrucción Pública. El mundo sin contornos, el mundo infinito, el mundo en el que habitan los libros.
Desde allí y desde entonces este mundo se ha hecho mucho más inhabitable, pero cada año los libros han seguido saliendo a la calle, al son de los versos de Blas de Otero «Si he perdido la vida, el tiempo, todo lo que tiré, como un anillo, al agua, si he perdido la voz en la maleza, me queda la palabra». Porque, ya lo sabe usted, no solo de pan vive el hombre, sino de palabras, porque somos palabras.
Y uniendo palabras, y sumando voces, llevan los libreros de Cádiz celebrando su feria casi tres décadas. Contra vientos, mareas y tempestades año tras año nos recuerdan que frente a la decadencia, a la destrucción, a la desesperanza, al miedo, nos queda la palabra. Aunque sea en aquel baluarte tan a trasmano, que honra a su propio nombre, porque ningún baluarte fue concebido para ser asaltado, sino para la defensa. Y allí se defiende la palabra.
Nuestro baluarte es el lugar donde habitan los libros. Donde una pequeña legión resiste, como si fueran los galos de Asterix, los ataques de la crisis, de la ignorancia, de la intransigencia, de la sociedad. No cuentan con grandes obras, ni con grandes nombres, ni con grandes hazañas, ni con grandes eventos culturales, ni siquiera con grandes instalaciones, pero tienen devotos entregados que cada año cumplen con el rito de entrar en el mundo sin contornos, sin fronteras, sin peajes, en el mundo donde habitan los libros.
Porque en este mundo, en el «de disparate» que dice Pepe Jaime, cuentan más los enemigos –la televisión, Internet, los e-reader, los móviles, las librerías que cierran– que los amigos, es cierto. Pero de cuando en cuando está bien contar a los amigos, contar con los amigos, contar para los amigos y eso, sólo puede hacerse desde nuestro baluarte. Desde este lugar donde no importan las cifras, sino las letras. Donde es posible aún oler a imprenta, a papel, a sueños, a vida. Donde habitan los libros, hasta mañana domingo. No se lo puede perder.