La herencia de malvavisco
Actualizado: GuardarSiempre soy el locatario de una herencia. Su depositario, su testigo o su relevo…», dice Jacques Derrida, acurrucado junto a las sutiles lindes que unen y separan a la filosofía de la literatura. Su visión postestructuralista, heredada de Martin Heidegger, le impele a acuñar el concepto de ‘deconstrucción’, vocablo procedente del heideggeriano ‘destruktion’, para diferenciar drásticamente la entidad vehicular del lenguaje siempre superior al del idioma, pues no se trata de hablar sino de expresarse. Ferran Adrià y sus prosélitos han venido utilizando el concepto de deconstrucción, un esnobismo en toda regla, para escamotearle a la ebúrnea tortilla de patatas su derecho a expresarse desde una femenina arquitectura curvilínea clásica y tentadora. No sirve de nada que ese amasijo habilidoso atortillado tenga el mismito sabor de la hispánica tortilla si no goza de su locuaz redondez, de su lúbrica expresividad.
Somos un mamífero con derechos y uno de entre ellos el relativo a la capacidad para heredar. Pero como a todo derecho, sea éste el que sea, corresponde una obligación, al derecho a heredar corresponde la obligación de legar, el que a su vez conlleva la inexcusable obligación de preservar la herencia patrimonial. O sea, la herencia patria, la herencia nacional. Este mecanismo de recibir y donar, una y mil veces repetido, distribuye sobre la humanidad una tenue capa mucilaginosa, un velo, que la hace más amable y próxima, al ejercer todos y cada uno de los padres de mucílago catalizador. De gelatina amalgamadora. Los que gozamos con el hecho de haber heredado el idioma español, hemos de esforzarnos por terminar de dominarlo, si ello fuera posible, para transmitirlo convertido en lenguaje. En edificio expresivo de una fe, confesional o no, de una forma de esperanza, de un arrebato amoroso y un estilo.
El lenguaje, inclusive el corporal, llega a la máxima expresividad cuando no dice nada y se le entiende todo. Cuando nos abre ante la mirada un universo de matizaciones, una fronda elocuente no idiomática. Ese es el lenguaje de la metafísica, de la espiritualidad, de la intimidad. El del mundo de las sencilleces. El del mutismo floral. Hay que mantener a los oídos en vigilia perpetua para acceder a la adecuada interpretación del lenguaje con el que se quieren expresar los que no pueden expresarse. Aquellos a los que se les ha negado la palabra, aquellos que no saben expresar sus sentimientos amorosos y les duele. Todos hemos heredado del malvavisco esa sencilla dulzura de azúcar cande y maíz criollo, esa textura gelatinosa del mucílago de la raíz ignota de la vida muda, de la vida convertida en lenguaje gozoso no elocuente. Se rema mirando al horizonte y en silencio, para poder escuchar las voces de aquellos que sufren sin conocer el lenguaje apropiado para pedir auxilio.