Una sonda caída en un huerto. / RC
MUNDO GUERRERO

Cazadores de sondas

Radioaficionados y coleccionistas de objetos raros rastrean (y encuentran) por toda España las radiosondas que cada día lanza a la atmósfera la Aemet

MADRID Actualizado: Guardar
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Ahora mismo sobre su cabeza vuela un curioso artefacto con forma de transistor que en unos minutos acabará estrellado en algún punto de España, enredado en la rama de un árbol, entre las rocas de un barranco o en la tierra labrada de un huerto. El descenso en paracaídas de este pequeño ingenio de apenas 300 gramos de peso activará una búsqueda, compleja y extraordinaria, a cargo de aficionados pertrechados con receptores, ordenadores portátiles y antenas direccionales. Son los cazadores de sondas, y cuando capturan alguno de estos artilugios errantes se sienten como si hubieran abatido un elefante; se fotografían con la pieza, suben el trofeo a Internet y cuentan con detalle las peripecias del rastreo y localización de estos objetos voladores perfectamente identificados. Todas llevan el sello de la Agencia Estatal de Meteorología (Aemet).

Cada día del año, a las doce de la noche y a las doce del mediodía (ni un minuto más ni uno menos), la Aemet lanza a los cielos de nuestro país sondas suspendidas de globos de helio que permiten medir la temperatura, la humedad del aire, la velocidad y dirección del viento… datos imprescindibles a la hora de elaborar las previsiones del tiempo. Para poder cubrir toda España, las radiosondas termodinámicas (como así se llaman) se lanzan desde estaciones situadas en Santander, Murcia, Barajas (Madrid), Zaragoza, La Coruña, Palma de Mallorca y la isla de Tenerife. Catorce sondas al día, unas 4.100 al año… y muy pocas se recuperan cuando, tras estallar el globo que las eleva hasta las puertas del espacio, comienzan un larguísimo descenso hasta que tocan suelo.

Su aspecto exterior (una austera caja blanca con un par de antenas, de la que cuelga flácido el plástico blanco de un paracaídas) no las hace especialmente interesantes, pero algún atractivo esconderán cuando desatan el instinto cazador de radioaficionados, científicos y coleccionistas de objetos raros, que se lanzan a buscar las sondas de la Aemet como quien persigue un tesoro.

A unos les mueve la ilusión de tener entre las manos un cacharro que ha volado por la remota estratosfera, a quince o veinte kilómetros de la Tierra, e incluso por encima de estas distancias, pues las llamadas sondas de ozono (algo más grandes de tamaño y que también lanza la Aemet, pero solo un día a la semana y en dos estaciones) alcanzan los 35 kilómetros de altura. Pero con lo que realmente disfruta la mayoría de los cazadores es con el reto de rastrear la oscilante dirección de las sondas mientras atraviesan las capas de la atmósfera y la posterior localización del aterrizaje.

"Unos extraños ruiditos"

Agustín Iglesias, un ingeniero electrónico madrileño de 42 años, descubrió la existencia de las radiosondas mientras cacharreaba una tarde con sus ‘juguetes’ tecnológicos y escuchó unas extrañas interferencias que le llegaban a través de una lejana frecuencia en su walkie-talkie. Probó a introducir en Google la frecuencia donde oía esos ruiditos (aquí los puedes escuchar) y la búsqueda le devolvió la dirección de la web 'Dices tu de globo' sobre sondas, donde facilitan información muy útil acerca de los lanzamientos y las coordenadas de las sondas, que no dejan de emitir señales de radio en su caída, lo que ayuda a ubicarlas.

Al día siguiente comprobó en su ordenador que una de las sondas lanzadas desde Barajas mantenía una trayectoria de descenso muy constante, sin desplazamientos bruscos por el viento. Agustín decidió seguir el rastro de aquel aparato. Primero desde su coche, persiguiendo la sonda con un receptor y un ordenador que decodificaba las señales y le iba acotando la zona de caída. Tuvo suerte. Ninguna ráfaga de viento (que a esas alturas puede soplar a cien kilómetros por hora) la desplazó hacia Cuenca, Zaragoza o Albacete, lo que suele ser bastante normal. El dispositivo cayó en una zona de bosque bajo y matorral, a unos 30 kilómetros de su punto de lanzamiento. Aunque una vez en el suelo, el alcance de la señal de radio de la sonda se debilita, Agustín la pudo localizar con una antena direccional, no sin antes toparse con un jabalí que salió corriendo entre los zarzales, desbocando su ya acelerado corazón. “Estaba tan emocionado de haber conseguido localizarla, que me fui directo a por ella atravesando unas zarzas, arañándome brazos y piernas y sin pensar que podía haber bichos como ese”, recuerda. El artilugio ya ocupa en su casa un rincón privilegiado de una colección un tanto friki, en la que sobresalen viejos radiotransmisores, gepeeses y antenas de todos los tamaños. “Es, sin duda, mi mejor pieza”, dice orgulloso. Y sin pegar un solo tiro.