«Me siento cansado»
Poli Díaz cuenta en una biografía su infancia dura, su vida en el ring, como actor porno y su coqueteo con las drogas
Actualizado:La vida se quita de en medio a alguna gente de la primera bofetada. Hay otros a los que les casca duro desde que echan los dientes y no terminan de caer. O que caen y se levantan, como si fuera imposible tumbarlos. Policarpo Díaz Arévalo es uno de esos. «Shh… yo no me rindo», advierte el que fuera el Potro de Vallecas, convertido hoy en un león viejo, peligroso aún, sí, pero más torpe, desgastado quizás para siempre en su viaje de la supervivencia a la autodestrucción, maleado por el ecosistema brutal en el que se ha movido, demasiado ajado quizás para seguir siendo el rey de la selva. A sus 45 tacos y con la misma espalda, aquella como un quitanieves, Poli Díaz ha echado cuentas con él mismo en una biografía (‘A golpes con la vida’, Espasa) en la que no se arrepiente «de nada».
– ¿De nada?
– Nada. El daño me lo he hecho siempre a mí y lo que me he gastado era mío. Bueno, de lo de las pelis porno sí que me arrepiento.
La primera vez que estuvo a punto de morir fue una Nochevieja, de crío. De postre, su madre sacó frutos secos. «Me dio por comerme todas las pipas y, como me regañaron, por joder empecé a hacerlo con ansia, sin pelarlas ni ‘ná’. ¡Medio kilo de pipas con cáscara me comí! La cosa no es para reírse: aquello se fue hinchando poco a poco en el estómago». Costó mucho sacarle «toda esa mierda». Estuvo ingresado dos meses. «Ahí se vio, desde pequeñito, lo fuerte que yo era, por la forma en que luché para vivir. Fue el primer combate de mi vida, y lo gané».
Pese a que la Wikipedia lo traiga al mundo en Palomares (Almería), donde se bañó Fraga, Poli Díaz nació en el universo imposible de Palomeras, en Vallecas, en Madrid. Allí se crió y después salió al escenario equivocado de la fama de la España de los 80 y 90, como si se soltara a un cocodrilo del Delta del Okavango en una piscina municipal. «En Vallecas estábamos todo el día haciendo putadas. Mientras más cabrón, más famoso. Todos me buscaban para hacer el gamberro, porque era el puto amo de Palomeras». Quería ser el Vaquilla. En la casa familiar, ocho hermanos y unos padres que no les echaban cuentas.
De Poli, que era el penúltimo, se encargaban más la Merce, que era la mayor, y la Blasa. «Una lo hacía con cariño y la otra a palos, porque Blasa me pegaba para que no tartamudeara». En la mesa había qué comer, pero «sin pasarse». Un día el Poli gritó que esa noche cenarían como ricos. Se levantó de la mesa, enfiló hacia el Museo del Jamón, saltó y enganchó una pata. «Resulta que el jamón era de escayola, que lo tenían de adorno los muy cabrones». Se fue al Retiro y trincó un pato del estanque. Su madre, en vez de ponerse contenta, le pegó una bronca. «Tengo poco que agradecer a mis padres. Casi no me dieron ni cariño, ni buen trato, ni educación. Con tantos, no debían de tener tiempo... Por lo único que doy gracias, si acaso, es porque mi madre me pariera tan fuerte».
Cuando vio ‘Toro Salvaje’, que cuenta la vida de uno que fue campeón del mundo «que salió del Bronx y tal», le dio la risa. «Él se escaparía de lo más chungo de Nueva York, pero no creo que su barrio fuera más duro que el Valle del Kas». La gente allí tenía fama de brava y de rebelde. «Y era verdad». Entre sus esquinas, Poli Díaz aprendió a manejar la ‘cheira’ y se enteró de lo que era un ‘fuco’, que era una pistola, y «una ‘recortá’», una escopeta de dos cañones serrados que, por los dos agujeros, le llamaban «la de los ojos negros».
Escapó de muchas. De las peleas, pero sobre todo, se escapó del caballo que sintió galopar tan de cerca. En las chabolas de La Celsa «despachaban el ‘jaco’ igual que si fuera El Corte Inglés». Murieron por docenas, como el Rata, que se puso un pico y se quedó «‘esnucao’» en mitad del Campo las Mulas. «Yo vi como palmaba, y estuve dudando, porque sabía que tenía cosas de oro en el calcetín. Al final me decidí y se las quité».
La historia de Poli Díaz discurre con una lógica salvaje. Todo se hizo por algo, como cuando empezó a correr con Víctor, un amigo que organizaba carreras contra la OTAN y se apuntaba el Poli por los refrescos que daban, aunque corriera a veces con botas de agua y en calzoncillos. Luego remó en el Retiro, donde aquello del pato, y se dio cuenta de que el deporte templaba la fiera que le corría por dentro. Un día se paró delante del gimnasio del Rayo, entró y comenzó su vida en el boxeo: 44 victorias, solo tres derrotas, ninguna por nocaut y ocho títulos de Europa de Pesos Ligeros.
«Veían que me iba como una fiera a comerme a los tíos. Boxeaba con cojones, con arranques de rabia, igual que Perico Delgado con la bici. Y eso les ponía cachondos: la furia española». Se convirtió en uno de esos personajes que pone España en su vitrina. Televisiones, famosos en las gradas... Le llamaban «el boxeador del PSOE», pues detrás de él estaba Enrique Sarasola, amigo de Felipe González. «La diferencia de los seguidores de siempre y de los nuevos es que, viendo el combate, algunos del barrio se fumaban sus petas y estos otros, unos puros como cerrojos».
– Siempre dijeron de usted que estaba sonado.
– Pues que lo demuestren, así me dan una paguita. ¡Qué chorrada!
Fama, putas y ‘perico’
Cuando era amateur, viajaba en un coche fúnebre que habían sacado del desguace. Después, en Virginia (EE UU) se alquiló dos limusinas para su pelea contra Pernell Withaker por el título mundial en 1991. Fue su primera derrota. Y tal vez la definitiva.
«Follar no es malo para un deportista, lo malo es lo que hay que hacer antes para conseguirlo». Poli Díaz no había tenido muchas novias, pero después de lo de Whitaker, le dio por irse «de lumis a los ‘clús’ caros» de Madrid. «Para entretenerme, más que nada». Entonces fue cuando llegó María del Cielo, una portuguesa espectacular enganchada al ‘perico’ y que lo enganchó a él. «Al revés de lo que le pasaba a la gente, la cocaína me relajaba, me aplacaba el nervio». Lujos, coches, relojes... Nunca se pinchó, pero para fumar hizo de todo: programas de televisión, películas (‘Torrente’) y hasta pelis porno (‘El Poli, el lama y las que la lamen’ fue una de ellas). Cuando lo vendió todo, llegó a La Rosilla, un supermercado del ‘caballo’ a un kilómetro de casa y plantó dos tiendas de campaña para que los yonkis se pincharan dentro y él fumarse su parte. Hasta entonces, no tenía verdadera idea de lo que era el infierno. «Todos los días había tíos palmando. Según caían, les quitábamos todo, hasta la ropa, como las hienas. Yo mismo se lo hice a un colega que, al cruzar la carretera, se despistó y lo arrolló un camión». Se quitó y volvió a recaer. Y apareció Eva, su novia con la que vive en casa de sus padres, como un león destronado.
– ¿Hace cuánto que no consume?
– No lo sé. ¿Dos años? ¿Un año? ¿Ocho meses? Ya me siento cansado, ¿sabes? Como deprimido.
Tampoco está clara su capacidad para no meterse en líos. En diciembre, le apuñalaron en un pulmón. «Todas estas movidas han sido siempre por defender a la gente. Nunca he sido yo el que ha buscado las broncas». Tiene más claro lo que quiere en la vida: un local en el que enseñar a boxear y «un sueldo de Nescafé». Dar más clases de las que imparte ahora mismo. «Me gustaría seguir teniendo el carácter alegre de aquel chaval que salió del barrio y que saludaba diciendo: ‘Buenos días, soy Poli Díaz y pego hostias como tranvías’». El combate no ha terminado aún.