La mar océana
Actualizado: GuardarDe similar modo que al niño que habita ante el Teatro Marcello de Roma se le nidifica en el alma un portentoso instinto plástico, una armonía tácita inmarcesible, al niño gaditano que vive ante la playa de la Victoria se le debe haber bruñido en su esqueleto inmaterial un compromiso con la belleza infinita y su misteriosa desmesura armónica. Suelo pasear por Cádiz como el cochero de una biga romana, la de dos corceles, con parte de mi alma tascándole el freno al potro de la realidad y otra parte dándole rienda al que se lanza al infinito de la creatividad con la voluptuosidad del garañón. Esta mañana me he asomado a la Victoria, y el potro bayo pretérito de mi biga me ha transportado a las tardas primaveras en las que jugábamos allí al fútbol con balones de cuero que nos estigmatizaban los pies desnudos espartanamente. Hoy me ha parecido aún más inmensa que entonces. Aún más hermosa. Una neblina matutina, suave como una muselina de vainilla, se ha empecinado en ocultarme la remota frontera americana, no permitiendo tan siquiera que emerja de ella la voz del charango para recordarnos nuestra lozana americanidad canora.
Somos fruto del paisaje, ya urbano, ya rural, de ahí la importancia que tiene el urbanismo y la armónica rural. Los impagables servicios que le ha prestado a la psiquiatría Apolodoro de Damasco, el arquitecto del Panteón de Agripa, igualmente romano, al configurarle el cráneo dramatúrgico saludable a la infancia romana, sirven de ejemplo para determinar los valores sanadores de la belleza al servicio de la ceremonia en sentido litúrgico y, de similar modo, en sentido metafórico. El ara se imbrica con el paisaje para que se sacralicen sobre ella los símbolos gramaticales y sintácticos de los ritos y de las mitologías eternas y eternizables. Pero así como Roma, nuestra confederada hermana, se especializó en los detalles de la maravilla rutilante, Cádiz solicitó para sí la especialización en lo infinito convertido en infinitesimal.
Esta pirueta de saltimbanqui nos sirve para aconsejar a las familias que tienen hijos, nietos, bisnietos, que no los especialicen, que no los condenen a ejercer de niños, sino que los asienten sobre las orillas de la mar océana, casa natural de la abstracción y el infinito. Hemos perdido calado, recorrido; nos hemos dado de bruces con los forillos de la vulgaridad y la ramplonería, contra los trampantojos que glosan y glorían las victorias del éxito material. Los placeres del tener contra los dolores llevaderos del ser. Y el ser del niño, como proyecto de futuro adulto digno de respeto, solo refulgirá adecuadamente si se añeja en la magnífica abstracción sin fronteras de los paisajes naturales de la ética, fuente de estética, las de la madre mar océana por más señas.