la última

Ruina

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Las tragedias griegas tienen esas. Estar al resguardo de la ira de los dioses, para la mayor parte de los mortales, es poco menos que imposible. Sus manifestaciones iracundas pasan por agriar nuestro destino. Nadie está libre de sufrir los avatares de su predestinación. Parece como si la fatalidad estuviera escrita en el oráculo.

A veces es de forma solapada, casi insensible, como esta ruindad que se va apoderando de nuestra existencia. Empieza de manera sutil. Una advertencia, un recelo, una amonestación, una desconfianza, que se instala en nuestra cotidianidad cambiando de forma unilateral las reglas del juego. En la mayoría de las ocasiones irrumpe de forma abrupta, es como una maldad inesperada que viene para quedarse. Una carta de despido, una enfermedad inesperada, una violencia cobarde, una orden de desahucio, un maltrato inmerecido de la persona que un día fue el amor de nuestra vida, una misiva bancaria con orden de embargo, una deuda insoslayable. En estos casos el derecho a la réplica es insustancial.

La ruina tiene cinco sentidos, y todos se ceban con los débiles.

Los ojos de la ruina son los de los niños que ven como un buen día tienen que dejar la que fue su habitación, sus juguetes y vagar sin rumbo. Y no la de los hijos de los políticos que sufren escrache, qué sólo pasan un mal rato.

El olor de la ruina es la de esas calles donde se agrupan los sin techo, los que no saben donde acudir, los que han llamado a todas las puertas sin obtener respuesta. Y no la de esos políticos que tienen secuestradas nuestras ilusiones y en su poder nuestro futuro.

El sonido de la ruina es el de las voces de las personas que claman justicia, que no legalidad, hecha ésta a la medida de los que ostentan el poder. El de los llantos de los que están hartos de sufrir recortes, de los que se siente engañados por un sistema al que han contribuido con su esfuerzo y que los ha dejado en la cuneta. Y no la de esos encantadores de serpientes que aparecen cada cuatro años.

El sabor de la ruina es el de ese comedor social donde los recortes se han hecho notar en la calidad y cantidad de sus viandas, el de esos comedores escolares donde las raciones escasean o en los que se tiene que pagar por calentar su propia comida. Y no la del comedor del Congreso de los Diputados donde por un precio ridículo puede degustar dos platos, bebida, pan, postre y café.

El tacto de la ruina es el de esa piel curtida por el sol del trabajo a la intemperie, el de esas manos toscas de la persona que sólo sabe de esfuerzos tempraneros. Y no el cutis bronceado conseguido a base de viajes y travesías pagadas por otros.

La ruina de la mayoría es amarga. La de los ricos es más llevadera. Siempre les quedará una herencia en Suiza o un contrato a un yerno con tintes claros de nepotismo.