Medallas ganadas con sangre
Los bostonianos lloran a las víctimas e intentan superarse y convencer a todos de que la ciudad volverá a ser un lugar acogedor para el visitante
BOSTON.Actualizado:La meta era ayer un sueño roto, una calle ensangrentada, acordonada por la Policía y grabada para siempre en la memoria de 23.000 corredores. El lugar donde unos segundos les separaron de la muerte.
Para la texana Maribel García fueron dos. Los dos segundos que tardó en dar dos pasos sobre la alfombra negra de goma que señalaba el final de los 40 kilómetros. Apenas puso el pie en ella escuchó la primera explosión a sus espaldas. Miró hacia atrás y vio a otro corredor de 78 años, retratado para la posteridad en el suelo por la fuerza de la onda expansiva. Diez segundos después, mientras se paraba a contemplar el humo blanco, la segunda bomba explotó unos metros más adelante, donde hubiera estado si no se hubiera detenido.
«Cierro los ojos y veo a niños corriendo con lágrimas en los ojos buscando a sus padres. Cuerpos ensangrentados, gente con la cabeza abierta, piernas colgando». La adrenalina de la competición todavía le palpitaba en el cuerpo. «Es una sensación muy extraña llegar con la exaltación de pisar la meta y encontrarte en ese justo momento con algo tan aterrador».
Un cuarto de los 23.000 corredores nunca pisaron esa marca. Los terroristas les robaron para siempre el colofón de ese día, en un día de abril que pronto les enfrió el sudor, hasta que una sinagoga cercana abrió para darles cobijo.
«Lo que más miedo me da es que esa gente no vuelva a correr esta maratón, que Boston se le quede para siempre en la cabeza asociado a esas imágenes de terror que han vivido. Que cada vez que pisen la meta en otra maratón se acuerden de lo que pasó aquí», decía ayer Ronald Kramer, el veterano coordinador de la maratón de Boston, que se dedicaba a reconfortar a los corredores traumatizados por la experiencia. «¿Volverás?», le pedía a Rose Mildford, una bostoniana que no paraba de sollozar y temblar en brazos de todo el que la abrazaba.
La esquina de la avenida St James con la calle Berkely era ayer el cementerio de esos sueños rotos. Miles de bolsas amarillas con los dorsales de sus propietarios, que nunca llegaron a la meta para recoger sus pertenencias, yacían en el suelo a la espera de ser reclamadas. Quienes llegaban hasta allí se encontraban con un premio agridulce, la medalla que solo reciben los que pasan la marca final, pero que esta vez se han merecido todos los que participaron en esta prueba de resistencia. Muchos las recibían con lágrimas en los ojos y se desmoronaban al verla, conscientes de que el microchip del zapato medirá los segundos de retraso que le hicieron perder la carrera pero decidieron su vida. «Están descorazonados por no haber cruzado la meta pero en el fondo sienten que lograron algo mucho más importante», explica Kramer.
Para el coordinador, la maratón de Boston es su vida, y se la acaban de robar. «Estoy muy enfadado. Me han cambiado mi deporte para siempre. No puedo soportar la idea de lo que están sufriendo todos estos corredores. Por suerte, en el mundo de las maratones somos una gran familia y espero que lo superemos como tal».
Matanza de Newton
En la misma línea, otro bostoniano que ha crecido corriendo la maratón, abrazaba a los extranjeros pidiéndoles que vuelvan a cumplir el sueño frustrado. «Esto no es un reflejo de esta ciudad, de verdad», rogaba Nick Giordano a una danesa. «Malas cosas pasan en sitios amables y pacíficos, como la matanza de Newtown en Connecticut. Boston es un lugar muy especial para correr, no permitas que te lo arrebaten».
Giordanao, que el lunes cumplió 38 años en el día más aterrador de Boston, convencía a otros corredores de que el año que viene esta maratón «será la más segura del mundo», insistía, pero en privado reconocía que el lunes, cuando volvió a casa, abrazó a sus hijos con más fuerza que nunca y se dio permiso para tener miedo. «Esto es como volver al 11-S otra vez. Sientes miedo, inseguridad, ira... No me importa quién lo haya hecho, es lo mismo. Alguien que busca cogernos con la guardia baja en nuestro momento más relajado para grabarnos el miedo en el cuerpo a sangre y fuego. Quienquiera que sea, es un cobarde».
Algunos temblaban de rabia, otros de miedo, recordando el aullido de las sirenas y los cuerpos desmembrados, pero todos se iban de allí apretando contra el pecho la medalla del único maratón que nunca terminaron pero no podrán olvidar. Paradójicamente eran esos extranjeros a los que los bostonianos querían convencer de su cara amable, los más benevolentes con el horror vivido. «Esto no tiene nada que ver con maratones, sino con locos que quieren matar a cuanta más gente posible, y esta es una gran concentración de inocentes», les tranquilizaba el danés Peter Buganski, que a sus 57 años ha corrido 24 maratones.
«Hay mala gente en todas partes», justificaba la canadiense Morison Karnayati. «De lo único que me alegro es de haber corrido 26 millas en vez de 26,2», aseguraba. Esos últimos 320 metros, que se añadieron a principios del siglo pasado para cumplir con los estándares olímpicos, son los que ayer recorría palmo a palmo la Policía.