Escraches naturales
Actualizado:Nunca sabremos si es del todo cierto eso de que en el principio fuera el verbo, mucho antes de que el verbo se hiciera carne y habitase entre nosotros, aunque hay señales que así lo atestiguan. De hecho, hasta que no se ha hecho carne entre nosotros el término escrache, nadie hablaba de esa manera tan singular de protesta que en el fondo todos hubiésemos deseado hacer en más de una ocasión, –«lo voy a entrecoger» decíamos antes por aquí, ¿se acuerda?– si no fuera porque el sentido del decoro, la educación o la hipocresía han ido añadiendo agujeros a este cinturón de políticamente correcto que nos oprime cada día más.
Y como no existía el término, no supimos interpretar que la naturaleza nos está haciendo un escrache en toda regla. Que lleva tiempo amagando y dando indicios sospechosos, y que al final tendremos que decir como Felipe II aquello de «no he mandado mis naves a luchar contra los elementos», porque los elementos –más que nunca– andan de rebelión. Dejando a un lado la mininevada con la que nos sorprendía marzo, son muchas las señales de que a esto le quedan dos cuartos de hora. Si la lluvia ha estropeado por tercera vez consecutiva la Semana Santa, con el correspondiente planto de HORECA, condenándonos a escuchar de manera interrumpida a Guillermo Riol y compañía –¿cuántas veces dijo «por mor de»?, cuántas advirtió de lo peligroso que resulta tocar el pan de oro de los pasos y cuántas veces dieron aviso a los padres para que recogieran a sus pequeños penitentes como si estuvieran en el módulo central de la playa?–, la muerte en directo del drago del Tinte y la plaga de medusas carabelas portuguesas en unas playas que habían empezado su pretemporada el domingo de Ramos –con una previsión meteorológica de perros– han puesto demasiado bajo el listón del chiste fácil. Sí, ya lo sé. Todo el mundo habla de lo mismo, de la decadencia, del abandono, de que es el símbolo de gatopardismo que nos invade. Y todo el mundo señala –escrache total– a los culpables, incluso los culpables se señalan unos a otros, como si al sacudir el mantel de la culpa esparciendo sus migajas, la culpa dejase de escocer.
Y no. No nos damos cuenta de que el escrache no consiste sólo en señalar, en molestar, en importunar al político de turno en la calle, en su lugar de trabajo o en su propia casa y luego marcharse con la música a otra parte o a otro político –la verdad, hay para escoger–. Este escrache va más allá. Este escrache está continuamente señalándonos y poniendo ante nuestros ojos un espejo descarnado donde se reflejan nuestra miserias. Donde se refleja cómo hemos dejado caer al drago abandonado completamente en un edificio del que nadie quiere, o puede, hacerse cargo, donde se refleja cómo la televisión local se ha convertido en un bolsillo propagandístico en el que sólo caben la Semana Santa –bueno, una versión muy friki de la Semana Santa– y el Carnaval, donde se refleja la imagen de una ciudad acabada, sin presente, sin futuro y como sigamos así, sin pasado.
Sí. Es un escrache con todas las letras. Y no nos hemos dado cuenta. Son tantos los yogures que hemos tirado a la basura que tanto despilfarro nos ha nublado el entendimiento. Menos mal que ya no caducan. Los escraches, me temo, tampoco.