La primavera de mi padre
Actualizado:Ayer el día del padre, hoy la primavera. Ayer, recuerdo el primer recuerdo de mi padre, grande y poderoso, barba pelirroja de herencia normanda, llevándome de la mano con la bicicleta. Vivíamos en un lugar que evocaba a Neptuno, una urbanización novísima y alejadísima del centro, con una larga y empinada cuesta de cien metros. No sabía bajar cuestas –qué dificil es, cuando todo baja–, la bici tenía dos ruedas pequeñitas en su trasera: Una había roto. Un desafío, la bici, una rueda, la cuesta. Entonces no sabía lo peligroso del mundo, aún no había recibido la pedrada en el ojo derecho, piedra de tierra rojiza que me convirtió en pirata de parche dos meses. Ese mundo donde levantando un banco de piedra gané una cicatriz en un dedo. Mundo animal, el de la plaza Neptuno, donde una cuesta empinada y peligrosa esperaba atenta mis huesos en la calzada. Mi padre, barba pelirroja, me llevaba cuesta arriba. Sin casco, sólo cabellos de oro y una boca grande, toda sonrisa. La cuesta empinada de Neptuno, clicks de playmobil (que regalaban con las tapas de yoplait), la goleada de España, el día que me perdí cogido de la mano de una bella niña rubia sin nombre. Miré abajo, respiré hondo y me lancé al vacío, que era vacío de aire que trasladaba mi bicicleta de arriba, cuesta abajo, abajo.
Entonces bajaba a jugar al fútbol abrigado con rebeca, obligado por mi madre porque ella tenía frío. Agosto. Los niños no me dejaban jugar con la rebeca puesta así que subía la escalera, llorando, pensando cómo iba a poder un niño de cuatro años convencer a su mamá de que la rebeca le impedía jugar de portero, como Arconada. El viento soplaba por entre mis mejillas, cortando el cielo los rubios cabellos de niño inocente que nunca volverá. El miedo en el pecho, pensando en la rueda que faltaba, la bicicleta volando, la unifamiliar de pared blanca al fondo de la cuesta. Mi padre atrás, no recuerdo que dijera nada, mirándome caer la cuesta, pensando en sus novelas por llegar, en su deseo de trascender. No sabía entonces de padres putativos, constituciones liberales, Teófilas o Pérez-Llorcas, pero la primavera era la época en que nacían las flores y los niños, embadurnados de tierra roja, con botas de Arconada. Bajábamos cuestas de la plaza Neptuno buscando el gol contra la blanca pared de la portería unifamiliar del vecino de abajo, marcada con oscuras sombras redondas. Una por cada gol. (Pocas, era yo el portero) Ayer, día del padre, de la Provincia. El Teatro de las Cortes rebosante de premiados que no eran padres. Hoy, comienza la primavera, el Santo de Claudia Lucía, la flor, mi primavera, ya saben.
La vida avanza cuesta abajo en una bici de una sola rueda, echando chispas a los lados como un stuntman de Tarantino, al lado de un padre –demos gracias a Dios– que lo único que quiere son las canciones de Bob Dylan en edición bilingüe. Su única pena del hombre que, desde arriba de la cuesta, me miraba bajar a doscientos kilómetros por rueda, es no saber inglés para averigüar lo que dice ‘Ballad of Hollis Brown’. Escuchará ruidos en forma de sonido en forma de palabra, sólo rimas sonantes, la sagrada melodía de la guitarra, a Dylan sin Premio Nobel ni el de la provincia. Dylan, Bob, o la primavera que llega con alerta naranja, Claudia Lucía, el cabello de oro que llegó cuesta abajo sin caer al suelo y un padre al que hoy quiero decir que sí, que el libro de Dylan, Bob está esperándole aquí, donde los nietos. Y la Primavera explotó en mil ácaros y el artículo expiró.