didyme

Astuto colibrí

Actualizado: Guardar
Enviar noticia por correo electrónico

Todos los colibríes que libaban en los mazos de alcatraces de nuestra casa de Ensenada en México, lucían un plumaje verdeazulado con el irisado propio de las conchas de abulón y la madreperla. Pasma que ese pellizquito de plumas nacaradas, que ese puñadito de gramos grávidos, se mantenga en el aire suspendido el tiempo que se requiera para nutrirse, interviniendo, además, como transportista en el feraz milagro de la polinización. De puro minúsculos, resulta complicado poderlos ver sosegaditos como para apreciar los detalles de sus primorosas atribuciones; desde las de sus vertiginosas alas hasta las de la configuración de su pico especialista en libaciones específicas. Se les distingue un poco mejor sobre los fondos blancos de los alcatraces. Entre las flores de buganvilla, ya violáceas, ya anaranjadas, resulta complicadísimo llegar a vislumbrarlos, pues entre las buganvillas hay menos que comer que entre los ebúrneos alcatraces, los conocidos como calas por estos pagos, y así han de moverse entre ellas con mayor presteza para que les cunda. Hijos de la sagacidad, en los días de ‘santana’ desaparecen. Saben que ese viento osco y monumental, lo invade todo de tierra rojiza, de tierra fruto del clamor de los ‘hopi’, los ‘zuñi’ y los ‘pueblo’, de Arizona y Nuevo México, que solicitan al cielo que llegue el chaparrón, aunque sea fugaz como los colibríes, que bien saben que el polen se apelotona cuando el calor del ‘santana’ lo convierte todo en melaza.

Nunca supe dónde se posan los colibríes cuando el tosco ‘santana’ les impide volar como diminutos autogiros refulgentes. Nunca pude adivinar si tenían un refugio para esas contingencias broncas y asfixiantes. Son demasiado hermosos, demasiado livianos, demasiado divinos, para soportar incólumes la incertidumbre de no poder suspenderse en el aire desde el milagro cotidiano de su aparente ingravidez, de ahí que pidan cobijo en cualquier remota cárcava como si de un colectivo de cenobitas se tratara. Forman parte de la abrumadora miríada de cuerpos jurídicos de la naturaleza, entre los que se cobijan los rituales de la ballena gris o de la corcovada, que paren en la bahía de Ojo de Liebre o en el Estrecho de Ballenas, en Baja California. Dentro de ese monumental y prodigioso espacio normativo que regula la vida de toda la flora, de toda la fauna, de todos los vientos y torrenteras, de todos los celos y barruntos de aquellos que junto a nosotros moran la tierra, queda enmarcada nuestra vida de mamíferos. Nuestra vida de mamíferos aptos para reclamar los derechos inherentes al ejercicio de la libertad de forma contundente, aunque la ventolera de un ‘santana’ visceral y agreste nos ofusque y así arremetamos contra la soberana libertad de los demás de pensar aquello que les plazca. Somos fruto de un necio e intolerante embudo, transgresor de valores y principios.