ESPAÑA

Al Congreso le sube la fiebre

El debate comenzó frío, se encendió por la tarde y terminó con risas y gritos en el Hemiciclo

MADRID. Actualizado: Guardar
Enviar noticia por correo electrónico

Como a los enfermos, al Congreso le subió la fiebre a la caída de la tarde, a eso de las cinco, cuando el presidente y el jefe de la oposición se agarraron del cuello. Fue a cuenta de la corrupción y al día se le calentó la boca. Lo que hasta el momento había funcionado con la ligereza de una lucha de esgrima, derivó en boxeo y terminó como pelea en el barro, con ambos contendientes manchados y la concurrencia instalada entre la incredulidad y la carcajada.

Con todo, no fue el debate más fiero de los que se han dado en la democracia, ni quedarán de él frases históricas como aquel «Váyase, señor González». No hubo insultos ni alusiones personales, pero sus señorías hicieron todo lo demás.

Durante los 93 minutos que duró el discurso del presidente, leído en 39 folios, los suyos le aplaudieron 24 veces, siete de ellas a cuenta de las medidas anticorrupción. La sesión mantenía cierta ceremonia veneciana, tejida en reverencias lejanas y frías. La Carrera de San Jerónimo estaba abierta al tráfico y quedaban lejos las jornadas de piedras, porras y fuego en Neptuno. Los agentes identificaron a algunos paseantes, pero en el cómputo general allí se contaba más prensa que policía. «Esto es un desembarco», se sorprendía un ujier al ver la cola de acreditaciones. Las cámaras desbordaban las cintas y la entrada al palacio se convirtió en la clásica melé del Seis Naciones de la información. Los protagonistas guardaban las formas: Rajoy discretamente serio en andares decididos, Cospedal armada de una sonriente y pretendida normalidad, y Ana Mato cansada y tensa.

Fuera, el día estaba soleado, el atasco apretaba de manera relativa y Elvira González, la 'señora' de La Moncloa, observaba el discurrir de la oratoria de su esposo desde la grada de invitados, relativamente acompañada por el presidente riojano Pedro Sanz y María Dolores de Cospedal, opaca, estática, discreta, casi invisible, ajena al tiroteo de palabras que se barruntaba en silencio para la tarde. Comieron los dos juntos en Palacio. Era un día feliz.

Se comenzó a torcer la cosa después del almuerzo. A las cuatro, con el jefe de la oposición en el estrado, comenzaron a vibrar los móviles por decenas. Llegaba como una bomba la declaración del líder del PSC, Pere Navarro, que sugería la abdicación del Rey en Barcelona. «Mira, fulano». «No me lo creo». Circularon los SMS, los correos, las miradas y las notas, pero la tarde estaba a punto de prender en otros focos. «El único partido condenado por financiación ilegal es el suyo», dijo Rajoy, con el dedo inhiesto, y señaló a la oposición. Saltaron por los aires muchas de las etiquetas del decoro dialéctico y el entendimiento que habían regido hasta entonces tan ilustre debate.

Risas y gritos

Se mezclaron en caótica -y en ocasiones absurda- sucesión los desahucios, la educación, la reforma laboral, la herencia recibida, la economía, la crisis de la deuda, las exportaciones, la sanidad, la educación y hasta el cine. Todo junto en cada réplica. El caos. A Pérez Rubalcaba le decían '007' desde la bancada popular en jocosa alusión a los supuestos lazos del jefe de la oposición con la trama de espionaje en Cataluña. «Buen golpe», dijo algún socarrón en la tribuna de prensa. A Mariano lo vieron más crecido; a Alfredo, más nervioso.

Rubalcaba contaba la historia de la señora valenciana que no compró la medicación porque con esos ocho euros pagaría dos pollos para sus nietos. Rieron los de enfrente. Y luego los propios, y luego los de allá, y se gritaban «¡Hala!» y «¡Venga!», y se chistaban y se decían 'no' así con el dedo, y aplaudían a rabiar y se partían también cuando les daban un palo, primeros los unos, después los otros. «¡Fenómeno!», gritaron los socialistas y el hemiciclo se partió cuando Jesús Posada, el presidente de la Cámara, protegió a Rubalcaba, «que está hablando, demasiado, pero que tiene la palabra».

El día en el que el Estado se tenía que mirar a sí mismo, debió verse y, a juzgar por las carcajadas, se hizo mucha gracia. García-Margallo instaba al ministro Wert a pedir la palabra a gritos, Jorge Moragas se echaba las manos a la cabeza y Soraya Rodríguez levantaba los brazos en señal de queja ofendida como un 'Mourinho' político pidiendo el fuera de juego desde la banda. Rosa Díez y Elena Valenciano se miraban de reojo, gélidas, ambas, separadas solamente por un pasillo de un metro y un mundo político. Pocos, como Soraya Sáenz de Santamaría, mantenían el semblante serio, sereno en mitad de aquel extraño coro.