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Entierro del Carnaval

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Sin haberme recuperado emocionalmente del impacto que me causaron las majorettes de Murcia desfilando al ritmo de españolísimos pasodobles, que junto con los Reyes Católicos, el rey moro, el tigre y el elefante conformaron el paisaje más cateto de la magna cabalgata -nunca fue tan pretencioso el significado de magna- amaneció un Lunes de Carnaval tan oscuro como triste que anunciaba algo que ya se venía barruntando de un tiempo a esta parte. El Carnaval no pasa por sus mejores momentos, y no tanto por los prejuicios que desde las altas instancias han ido inyectado poco a poco en la ciudad -ya saben, macrobotellón, malambiente, inseguridad y todo eso que ha ido quitando a los gaditanos de la calle en el día más grande de la fiesta- sino porque junto al agujero de la crisis, tenemos una programación oficial de la fiesta que cada vez se parece más a las fiestas patronales de cualquier pueblo.

El Lunes de Carnaval tenía ese aire decadente de lo que se está acabando. Salvo lugares y momentos puntuales, daba pena pasear por la ciudad. Calles y bares vacíos, barras solitarias y muy poca gente. Y no vale eso de que el lunes es un día tranquilo, porque una cosa es tranquilo y otra muy distinta muerto. Y eso parecía la ciudad, una ciudad que se muere. El Arco de Garaicochea completamente solo y con los bares cerrados a las cuatro de la tarde era la imagen que vale más que las mil palabras que se puedan escribir.

Por eso cuando leí que a las seis de la tarde había un 'encierro' carnavalesco, no me extrañó lo más mínimo. Hay cosas más catetas que bautizarse en la Caleta -Gómez dixit-, por ejemplo, hacer unos sanfermines en plenas carnestolendas. Con una plaza de San Juan de Dios medio vacía, con un trenecito que llevaba a los niños hasta la puerta de la Renfe y con la tercera edad -son muchos y se notan demasiado- pegando empujones, salieron unos patéticos toritos hinchables. Entonces lo entendí todo de golpe. No era el encierro, era el auténtico 'Entierro del carnaval'. Una pena, la verdad.