La prédica en el desierto
La victoria definitiva contra los radicales parece compleja en un país dividido y sin iniciativa como Malí
Actualizado:Malí es un buen ejemplo de lo que significa predicar en el desierto, figurada y literalmente. El proselitismo yihadista ha cundido en los arenales del Sahara sumando para su causa a un sector de los tuareg, siempre irredentos y enfrentados al lejano Gobierno de la mayoría negra. La campaña militar para desalojar definitivamente a los radicales del territorio septentrional ha entrado en su segunda fase. El reto radica en aplicar una estrategia efectiva para expulsarlos de un área agreste de unos 250.000 kilómetros cuadrados limítrofe con Argelia, su habitual retaguardia. El Ejecutivo de Bamako ya ha solicitado medios materiales para combatirlos y poder colaborar con la fuerza regional encargada de esta competencia.
La solución no resulta tan sencilla. La experiencia afgana ha demostrado que no se pueden matar moscas a cañonazos, máxima aún más evidente en el país saheliano, donde los grupos guerrilleros aparecen diseminados, dotados de una gran movilidad transfronteriza y su extremismo religioso no impide vínculos con las redes de tráfico humano, de armas y cocaína, que les proveen de suficientes recursos para seguir su lucha.
El perfil de las milicias y las dificultades del escenario demandan un sistema de inteligencia eficaz, pero también la alianza de los experimentados nativos, bien pertrechados y motivados para mantener una guerra de baja intensidad en zonas sensibles para Occidente y la estabilidad de todo el África Occidental.
La guerra cuesta cada día 3.650.000 dólares (2.731.000 euros) a Francia y los países aliados han prometido 455 millones de dólares (348 millones de euros) para sostener esta segunda fase. En la conferencia de Adis Abeba el apoyo a su desarrollo económico e institucional aparece en segundo término, supeditado a los requerimientos bélicos. Sin embargo, ambos objetivos habrían de conjugarse. No parece factible conseguir una victoria definitiva en un Estado invertebrado como el maliense, sin salida al mar, aquejado por una miseria generalizada y hambrunas periódicas, víctima de la corrupción y la división intercomunitaria.
El fin de la amenaza islamista no se antoja previsible sin una necesaria cohesión interna que ni siquiera se atisba. Los últimos enfrentamientos en la capital entre facciones del Ejército evidencian la peligrosa crisis interna provocada por el golpe de Estado, una quiebra que se ha de sumar a la existente entre los bereberes del norte y el resto de los pueblos con los que convive en barrios segregados. Los tuareg son considerados traidores y ellos se ven como víctimas de ancestrales oprobios. Los odios ya se han saldado con la venganza.
Pero el mayor riesgo radica en la posibilidad de que Malí se convierta en un Estado condenado a la dependencia, incapaz de asumir la iniciativa. A la herencia colonial de sus límites artificiales se suma la incapacidad de progreso también impulsada por factores externos. El país es una suma de frustraciones e incoherencias, tan características de la economía globalizada, tal y como defienden los defensores de la teoría del comercio justo, oradores en templos poco frecuentados. No se trata de una excepción, sino un ejemplo más del panorama político del continente.
Sin exportación ni turismo
La agricultura de exportación, basada en el algodón, ha sido arruinada por la producción norteamericana, ampliamente subsidiada, y la ofensiva yihadista ha desmantelado el incipiente auge del turismo en el país africano con mayores recursos arqueológicos tras Egipto. Además de las minas de oro, su subsuelo parece guardar amplios recursos minerales pero la mayoría de las prospecciones, caso de las petrolíferas, se encuentran en Azawad y se hallan provisionalmente suspendidas.
Tampoco existe una sociedad civil capaz de asumir la iniciativa política necesaria y creíble ante el fenómeno radical. Su esperanza hasta la fecha ha llegado desde París y las oficinas de correos. La población, mayoritariamente rural, recurre a los cultivos de subsistencia y percibe fondos de las remesas de sus emigrantes, unos 440 millones de dólares (329 millones de euros) anuales. Cuatro de sus quince millones de habitantes se hallan en el exterior, principalmente en Costa de Marfil y Sudán, dos Estados aquejados de graves problemas sociales y económicos. En algunas regiones malienses, como Kayes, el 80% de los ingresos domésticos proviene de sus expatriados.
La cooperación exterior, paralizada tras el putsch militar, permite la existencia de una Administración siquiera formal, lastrada por la ineficacia y el nepotismo. Como en Chad o Níger, la tutela francesa y el beneplácito de Washington guían su política exterior. La posibilidad de crear un Estado moderno tras medio siglo de inoperancia es un reto complejo a corto plazo.
La falta de fondos en este escenario de recesión y, sobre todo, la experiencia de frustración adquirida en Irak y Afganistán retrae a los aliados del Elíseo. La Unión Europea promete instructores, Estados Unidos, la colaboración de la CIA y China ni sabe ni contesta. La Unión Africana, ya curtida en Somalia, intenta reemplazar a las potencias, que rehusan el protagonismo militar, que no quieren implicarse en un nuevo conflicto complejo, de dimensiones desconocidas, casi inaprensible, una crisis que, como los casos anteriores, amenaza con convertirse en otro foco endémico de inestabilidad, aún más cercano geográficamente a los focos de poder.