Un nuevo sabor
Actualizado: GuardarLa vista, en los ojos. El olfato, en la nariz, El oído, en las orejas. El tacto, en la piel. ¿Y el gusto?. El gusto está en la lengua. En ese órgano musculoso que ocupa la cavidad bucal, que lo mismo sirve para lamer placeres culinarios que se complace en realizar perversiones eróticas, que al igual es imprescindible para hacer burla, que se convierte en esencial al pronunciar el verbo. En ése y en sólo ese, se encuentra el sentido del gusto. Existen cuatro sabores básicos, el dulce, el amargo, el ácido y el salado. Alrededor de nueve mil papilas gustativas se encargan de discernir el sabor. Por zonas bien definidas, cada una de ellas se especializa en un sabor. Todos los demás son mezclas, más o menos conseguidas y complejas. El gusto por lo dulce y la aversión por lo amargo se consideran rasgos humanos innatos, presentes desde el nacimiento. No obstante, estos se ven rápidamente modificados por la experiencia. Las preferencias por ciertos alimentos generalmente se desarrollan mediante asociaciones de los atributos de un alimento con las circunstancias y la frecuencia con que se consume, así como con las sensaciones experimentadas tras su ingestión, y están fuertemente influenciadas por la experiencia, el entorno y las costumbres.
A principios del siglo pasado apareció un nuevo sabor, el umami. No fue identificado propiamente hasta que en 1908 el científico Kikunae Ikeda, profesor de la Universidad Imperial de Tokio, descubrió que el glutamato era el responsable de la palatabilidad del caldo del alga kombu. Él observó que el sabor del dashi (caldo) de kombu era distinto de los sabores dulce, ácido, amargo y salado, y lo denominó umami.
Por estas fechas a miles de gaditanos nos entra la duda. Hay un sabor que no es fácil clasificar. No es dulce, no es salado, no es amargo, no es ácido. ¿En que sabor clasificaría a los equinoideos más preciados? A esos del grupo de los equinodermos, que son de forma globosa o discoidal, que carecen de brazos y tienen esqueleto interno con numerosas placas calcáreas unidas entre sí rígidamente formado por un caparazón en los que se articulan las púas móviles. Que viven en el mar hasta los 2.500 metros de profundidad, y que cuyas gónadas son muy apreciadas gastronómicamente. A esos que tienen sabor a poza, a mañana fría de febrero, a bajamar de muchos grados, a canasto, a piedra del ‘camello’, a garabato, a ‘gargajillos’, a Laja, a esquina viñera, a Merodio, a capazo repleto, a temporal de invierno, a puente ‘Cana. Cuya textura está entre los burgaillos y las ortiguillas, lejos de las lapas de pelo y de los cangrejos moros. A esos que cualquier aderezo los estropea, que no necesitan cubiertos, que su riqueza te explota en la boca y te lleva al borde de la escollera. Definitivamente hay un nuevo sabor, el de los erizos de la Caleta. A partir de ahora ‘Calerizo’.