En defensa de la política
MIEMBRO DEL PSOE DE CÁDIZActualizado:Desbordada por la economía, la política ha perdido credibilidad ante los ciudadanos, pero tenemos que tener presente que si hay algo peor que la mala política es su ausencia. Entonces se instalan los salvadores, los llamados líderes fuertes, cuya mayor virtud es administrar unilateralmente el miedo y las incertidumbres a las que son sometidos los ciudadanos. Deberíamos estar vacunados, porque la historia está repleta de barbaries cometidas por los «salvapatrias», pero no debemos pecar de exceso de confianza porque nos podría caer una fotocopia de Berlusconi.
La política es el único instrumento que tienen para defender sus derechos los que no tienen nada. Los que poseen el poder del dinero están encantados, o son fácilmente seducidos, por la idea de eliminar la política, porque les evitaría el engorro de compartir las decisiones. Ante el protagonismo, las incomodidades y los desajustes de la política, siempre hay alguien tentado de aplicar la «paradoja del último vagón»; según el chiste: como era al que más afectaban los accidentes los responsables de la empresa ferroviaria decidieron quitarlo.
En defensa de la política, como bien público de interés general, hay que extremar el rigor y estar atentos para evitar la posible confluencia de posiciones e intereses contrapuestos, de quienes desde la izquierda y seducidos por la democracia directa descalifican los sistemas representativos, con los que desde la derecha más rancia no aceptan que todos los votos tienen el mismo valor.
La utilidad de la política es un debate permanente en democracia; el menos malo de los sistemas para regular la convivencia, para encauzar la dimensión social del ser humano. En la discusión son muy recurrentes las propuestas de sustituir a los políticos por los técnicos, las acusaciones de derroches y la alarma interesada por los costes. El planteamiento de que los políticos no cobren lleva implícita la idea de que solo puedan ejercer la actividad los que por rentas y patrimonios puedan permitírselo, razonamiento que llevado al extremo nos devolvería al viejo sistema del «voto censitario», cuando el derecho a decidir estaba reservado a un «censo» de propietarios contribuyentes.
Está muy asentada la idea fatalista de que «cada país tiene los políticos que se merece». Aunque nadie explica como ha hecho la evaluación, se podría admitir que hay algo de razón en ello, siempre que se acepte también en el caso de los médicos, los banqueros, los jueces, los periodistas, los abogados. El planteamiento esconde cierto fatalismo condescendiente y exculpatorio de los políticos, considerados una especie de «demonios familiares», y de quienes los eligen.
Hay que estar en guardia contra el populismo como «igualitarismo invertido», en el que los ciudadanos se consideran mejores que sus gobernantes, obviando o perdonándose el haberlos elegido. Sin admitir siquiera la posibilidad del error o la equivocación porque, como optar por los mejores si «todos son iguales». En su descargo y para ser mas ponderado, hay que admitir que nuestro modelo electoral de listas cerradas y bloqueadas no deja muchas opciones.
Con frecuencia exigimos a nuestros representantes que sean como nosotros y a la vez tengan cualidades de elites, que sean los mejores y acepten estar mal pagados, que sean discretos y se sometan al escrutinio mediático y social permanente, que renuncien a una carrera profesional y al respeto social a cambio de asumir con resignación el desprecio y el escarnio permanente. Es cierto que a nadie se le obliga a ser político, pero si queremos tener a los mejores, tendremos que darles algo, al menos el reconocimiento social a quienes ejercen su tarea con honradez y eficiencia, admitiendo al menos que «de todo hay en la viña del Señor».
Con el «todos son iguales» se establece el paraíso de los sinvergüenzas y la exculpación de los corruptos, que invierte lo que sea necesario para extender la mierda, con la ventaja mediática de que la normalidad de la decencia no es noticia y que la «oveja negra» con sus escándalos es la reina de los titulares
En menoscabo de la política ha tenido un papel importante la percepción de que cada vez tiene un mayor carácter subalterno ante la economía. Se le reprocha, con razón, su incapacidad para poner coto legal al descontrol financiero, para detectar la dimensión de la crisis, para frenar a tiempo la burbuja inmobiliaria, etc. En todo caso, parece que aún queda un margen de confianza incluso entre los que parecen más radicales en sus críticas, cuando llevan a cabo acciones para rodear el Congreso, en vez de hacerlo con las entidades financieras. Es obvio que la solución, en defensa de los intereses generales, solo puede venir de la mano de la política.
Tampoco hay que rasgarse las vestiduras, porque la crítica de la política es un síntoma de madurez democrática, supone un avance hacia la igualdad en la que todos tienen derecho a opinar y es una desmitificación del poder y de quienes lo ejercen en nombre de todos.
La crisis financiera (que se volvió económica, política, institucional, social, sistémica, etc.) ha destapado la caja de los truenos, porque cuando las cosas van mal se piden más explicaciones, mientras que cuando van bien se mira para otro lado. De pronto hemos constatado con dramatismo social que tenemos una grave crisis de valores y que la codicia del individualismo posmoderno, disfrazado de liberalismo radical, nos quiere hacer transitar desde la competitividad feroz al «sálvese quien pueda». Nada es inocente ni improvisado en quienes están aprovechando la crisis para imponer su modelo ideológico que consiste en aniquilar el espacio común.
La respuesta es sencilla, aunque difícil de aplicar por la resistencia a perder las posiciones dominantes y las ventajas que otorga el sistema a los instalados. Es necesario mejorar la calidad de la democracia, establecer cortafuegos legales a la corrupción, extender la transparencia a todo lo público y mejorar los instrumentos de control. Podríamos empezar siendo ejemplarizantes en los escándalos de corrupción, en vez de seguir la costumbre de esperar que escampe.