opinión

A pan y agua

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Deja de tener interés mediático aquello que se repite hasta la saciedad. Poner la radio o la tele cada mañana produce hastío, indignación y hasta asco. Sin embargo, negar una realidad que, ya no es que nos afecte sino que nos aplasta, no conduce a nada. Mal que nos pese y más temprano que tarde tendremos que terminar cogiendo el toro por los cuernos y el toro es que estamos viviendo momentos extremadamente complejos y delicados. Que nos enfrentamos hoy a una situación que es consecuencia de haber querido ignorar lo que estaba sucediendo y de no habernos dispuesto a encararlo con firmeza. Y no es una cuestión de los que gobiernan ahora o de los que gobernaron antes. Ninguno, por razones puramente partidistas, asumió la responsabilidad que les correspondía; ni tampoco lo están haciendo en la actualidad. En vez de ocuparse en prever el futuro y sentar las bases del modelo productivo y organizativo que como país necesitábamos, nuestros legítimos representantes se aplicaron más en estirar el chicle y vivir de la renta. Ahora, como dice el reconocido economista Jesús Fernández-Villaverde, ya no nos queda otra que afrontar con crudeza el déficit económico, al tiempo de pensar sobre qué papel hemos de desempeñar en un panorama mundial completamente distinto al de hace una década. Es evidente que el proceso colectivo que hemos de emprender debe iniciarse explicando con claridad a la ciudadanía el cómo hemos llegado hasta aquí. Para ello, muchos medios de comunicación habrán de enterarse primero de lo que quieren transmitir y hacerlo de manera cercana y sin tecnicismos. La realidad parece ser, a la luz del último de los episodios de avaricia desenfrenada, más simple de lo que se expresa. La crisis que padecemos, en mayor medida quienes menos tienen, no es precisamente la consecuencia de las políticas sociales aplicadas, ni de que quienes dependemos de un salario hayamos vivido por encima de nuestras posibilidades, sino de la codicia y desvergüenza, de quiénes aprovechan las instituciones para enriquecerse importándoles un bledo la miseria y el sufrimiento que provocan.

En la antigua Grecia existía una medida conocida como ostracismo, destinada a proteger a la democracia de gobernantes indignos y corruptos. Así cuando alguien era sorprendido en tales lides se le castigaba con el destierro durante diez años de la ciudad a la que perjudicó. A tenor del sentir de la calle podríamos hoy reinstaurar la clásica norma - previo hacerles devolver lo robado - u optar por lo que la oyente de una emisora de radio proponía con contundencia, a la cárcel pero a pan y agua. Que prefieren.