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Martí en la Alameda

Julio Malo de Molina
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Con los pobres de la tierra/ Quiero yo mi suerte echar./ El arrullo de la sierra/ Me complace más que el mar». Es uno de los ‘Versos Sencillos’ de José Martí (La Habana 1853- Dos Ríos 1895), hijo de madre canaria y padre valenciano, mentor ideológico de la identidad irredenta de Cuba. Martí estaba hecho del material con que se forjan los grandes humanistas: con exquisita finura poética y comprometido fervor proclamaba que él no combatía a los españoles sino a la monarquía borbónica. Rompió con los independentistas conservadores como Maceo y Gómez, fundó el Partido Revolucionario Cubano y sostenía: «Todo verdadero hombre debe sentir en la mejilla el golpe dado a cualquier mejilla de hombre».

Su busto, regalo del Gobierno de Cuba al Ayuntamiento gaditano, recuerda su llegada a la ciudad en 1871, cuando le conmutan una pena de seis años de trabajos forzados por el destierro. No puede tener mejor emplazamiento, ante uno de esos gigantescos magnolios de la Alameda cuyas raíces buscan la mar desde la zapata de la muralla; mirando hacía nuestra Bahía redonda y perfecta. Allí, el pasado miércoles, un nutrido grupo participó en una ofrenda floral con motivo del 160 aniversario de su nacimiento, acto promovido por la asociación de cubanos residentes en Andalucía llamada Tocororo, ave que forma parte de la enorme biodiversidad que atesora ese «largo lagarto verde con ojos de fría plata», en palabras de Guillén. Todo es vuelo, color y poesía en el país de ese «hombre sincero de donde crece la palma», José Martí cuyo ideario inspira a Fidel Castro, Abel Santamaría y otros patriotas cuando asaltan el Moncada el 26 de julio de 1956, comienzo de una lucha contra la dictadura de Batista que termina con la entrada del ejército rebelde en La Habana el 8 de enero de 1959. El propio Che Guevara, cuya imagen inmortalizada por Kodra es el icono más divulgado en un siglo XX que paradójicamente quiso y no pudo transformar, sostenía: «Martí fue el referente de nuestra lucha revolucionaria».

Recuerdo una visita en La Habana a Alquimia Peña, estampa de la sobria elegancia criolla. Me enseñó en las cocheras del Casón familiar un Rolls Royce cosido por agujeros de metralla, testimonio de la participación de cierta burguesía patriota en la guerra revolucionaria. Cuba es un palimpsesto cuya seducción no puede explicarse con palabras, la imagen de Martí ocupa la iconografía más oficial, mientras que la música y los acalorados debates llenan salones, terrazas y hasta calles y plazas, cuánto le gusta al cubano la charla. Abundan las polémicas sobre la evolución del modelo socialista, no exentas de críticas sobre todo si hay extranjeros. Elio Gámez Neira, vicepresidente del Instituto Cubano de Amistad entre los Pueblos (ICAP), firme partidario de introducir cambios, lamenta la ausencia de modelos, porque el chino no parece recomendable, y el vietnamita más comedido, no se adapta a las peculiaridades cubanas. Con relación al Vietnam comenta: «Estos tipos les ganaron una guerra a los gringos y ya normalizaron sus relaciones, a nosotros que ni les combatimos nos tienen machacados». Recuerdo al general español Paco Ciutat, que luchó en Vietnam y comandó la defensa de Cuba cuando la invasión de Bahía Cochinos, como escribió Martí: «Cuando hay muchos hombres sin decoro, hay siempre otros que tienen en sí el decoro de muchos hombres».