COMO LA TORRE DE PREFERENCIA

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Convendrán conmigo en que la nostalgia es mala compañera de viaje. Quizá la más perversa de cuantas nos acompañan cada día. Porque de todos los materiales con los que se construye la memoria –el recuerdo, la melancolía, la repugnancia, la tristeza, la felicidad–, es la nostalgia el más resistente y el más nocivo. La nostalgia no se conforma con mostrarnos el pasado, sino que se encarga de recordarnos continuamente que la vuelta atrás, la nesthai que decían los griegos, es imposible. Es el lamento alienante del querer y no poder. Querer regresar y vivir en el ayer como un exilio interior que nos evadiera del futuro. Tal vez por eso, en tiempos de crisis, la nostalgia se hace fuerte y echa raíces en una sociedad que no sabe a dónde va y se aferra –o eso cree- a sus orígenes, presagiando lo peor, «el crepúsculo de la desaparición lo baña todo con la magia de la nostalgia», decía Milán Kundera. Debe ser eso, miren a su alrededor y cuenten en su entorno más cercano cuántos siguen la estricta dieta de los recuerdos, cuántos repiten que todo era mejor antes, como un mantra, como una letanía, como una jaculatoria con la que invocar una reencarnación y un inútil esfuerzo de intentar vivir dos veces.

Nada me molesta más que la nostalgia. A lo mejor porque nunca me ha infectado y siempre he mantenido a raya sus efectos desde la distancia. Nunca he sentido nostalgia al ver a Naranjito, ni a la Ruperta, ni un madelman, ni una caja de lápices Alpino, y mucho menos al ver la enésima repetición de Verano Azul. Tampoco al ver esas viejas postales de un Cádiz en blanco y negro que como bandera llevan los correligionarios de la nostalgia y que exhiben en los muros sociales. Ni los palos de corpus, ni el jarrón chino de Accame, ni el Caído por el parque Genovés. Ni el reloj de flores, ni la fábrica de cervezas, ni la plaza de toros, ni las casetas de la playa, ni la pasarela de Loreto, nada.

Aunque como algo tendrá el agua cuando la bendicen, he de reconocer que si sobre estos recuerdos se edifica la memoria de nuestra ciudad, no será por casualidad. Tal vez por el vaporcito, o por los duros antiguos o por la Alameda, o por la Caleta, o por los mostradores de la Viña, pudiera llegar a sentir nostalgia de la inmortalidad. Porque, y eso lo sabemos todos, la inmortalidad no es más que lo que queda en las coplas de carnaval, más allá de los libros y de las hemerotecas. Es en las coplas donde cobran vida de nuevo esos rincones del Cádiz de nuncajamás, donde se para el tiempo, donde se difuminan la realidad y el deseo, y todo adquiere de nuevo sentido. Hay lugares que sólo perviven ya en la memoria sentimental del carnaval, lugares que nunca pasarían a la historia de mayúsculas por su arquitectura, ni por su autor, ni por su utilidad siquiera, si no fuese porque se han quedado grabadas en la retina de la nostalgia. Hay que tener cuidado, porque es muy fácil dejarse llevar.

¡Ay, qué cosas! ¿Se acuerdan de la Torre de Preferencia? No, si al final todos caemos «yo ni tengo coche ni tengo experiencia, ni tengo cultura, ni tengo presencia…». Continúen ustedes, que al fin y al cabo también son unos nostálgicos.