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Pura, la vida

Antonio Ares Camerino
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Definitivamente, no. No estamos preparados. Todos se empeñan en hacernos creer que esto que fluye imparable día a día debe ser el lugar común de la felicidad plena. No nos alertan de los muchos sinsabores que nos acechan sin recato en este trance entre dos tiempos de silencios. En este devenir existen dos conceptos que aprendemos sin que nadie nos lo haya explicado, el de normalidad y el de muerte. El primero por ser cotidiano, por no romper moldes, por aplicarse a objetos y sujetos, y el segundo porque cuando nos roza nos deja desarmados, sin palabras, sin argumentos o tiene la desfachatez de llevarnos por delante sin pedirnos opinión.

Pero cuando la muerte reniega del calificativo de normal adquiere su dimensión más enemiga. Nos fustiga el corazón y deja nuestra mente yerma de razón. Se ceba con nuestra rabia y nos rebela contra el mundo y nosotros mismos. Anhelamos no estar ahí, que todo haya sido un mal sueño.

La lógica normal espera a la parca en sentido descendente, de arriba abajo, pero cuando invierte su pérfido camino su ruindad clama a los cuatro vientos. No puede existir dolor más intenso para el alma que el de velar a un vástago. Para eso no existe consuelo, el entendimiento se embota y no existe fe que pueda dar una explicación entendible. No existe peor despedida que la de dejar a un hijo en manos de la vida, sin poder acompañarlo en su largo camino, sin poder compartir sus sueños, sin poder ser confidente de sus primeros amores, sin poder custodiar sus desvelos, sin poder acariciar sus ilusiones, sin poder consolar sus penas, sin poder disfrutar de sus alegrías.

Hemos perdido tu sentido del humor, tu jovialidad, tus ganas de vivir, esa fuerza contagiosa ante la adversidad que dejaba con ridiculez las ansiosas esperanzas de los demás. Nos has dejado sin tu maestría culinaria, sin esa tortilla de patatas dignas de satisfacer los paladares más exigentes. Sin tu aliento amigo conciliador.

Pura, de manera perversa se te coló sin avisar, vino de puntillas pero de forma cruel, con su inmenso saco negro, y te arrebató de nuestro lado, que no de nuestro pensamiento, en el que tu presencia brillará con luz propia.

¡Que te veo, que te veo!/

Hasta hoy, ¡Que no te quiero!/

No te he sentido bien, sueño/

Sobre mis ojos abiertos/

Con tus incogibles dedos,/

Me vas untando el beleño/

De tu inmenso saco negro./

Yo aprieto mi vida, aprieto/

Hasta vencer el veneno/

Sutil de tu fino ungüento…

(Juan Ramón Jiménez)