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Tres Carnavales

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Si después de la bimilenaria y blanca, blanca, navidad no llegara el Carnaval, desconozco si nuestras penas serían más livianas o cruentas o si, por el contrario, veríamos el mundo con ojos de finés: lejanos, grises, ajenos. La mundial fiesta de Don Carnal tiene tres imprescindibles lugares de visita obligada y que todos conocemos (al menos por sus reportajes de telediario): Me refiero a los carnavales de Venecia, Río de Janeiro y Cádiz.

El de Venecia es más elegante y misterioso, con sus máscaras de ajedrez, sus risas de Joker y los violinistas arlequines naufragando ebrios sus bellas góndolas por entre los canales, cada vez más plenos. Dura diez días y ha sufrido diversos vaivenes a lo largo de los años: prohibido en la época de dominación napoleónica, volvió a reverdecer sus laureles a finales del siglo XX (parece que hablemos de antaño, El Cid y Al-Mutamín, y sin embargo acabó anteayer). Aunque no lo confesara, el Kubrick que nos excitó con sus eróticos bailes de máscaras en ‘Eyes Wide Shut’ debió quedar enamorado de la suntuosidad de los dieciochescos palacetes venecianos y de su arrogancia en la eterna lucha al mar, esa misma batalla perdida a priori que sufren los espigones de la Caleta cada cuatrocientos días.

Río de Janeiro, la ‘Cidade Maravilhosa’ es en sí un Jesucristo gigante hecho ciudad amparando una pléyade de rascacielos y favelas con sus grandes brazos amorosos. Y es que en San Sebastián del Río de Enero –Río de Janeiro para los amigos– el carnaval es brillo, carne y ritmo. Derrochando silbatos, maracas y plumas de colorines y agotando condones, el ambiente en la calle es espectacular y su ocupación hotelera circunda el 95% cuando, entre febrero y marzo, el sambódromo empieza a retumbar. Resulta sorprendentemente fiel a la tradición esta conjunción entre la religiosidad cristiana, tan arraigada en el pueblo brasileño, y el desenfreno musical e inguinal de la festividad, conformando el binomio Carnaval/Cuaresma en su estado más puro.

Y Cádiz. Si Venecia es la sofisticación y Río la exuberancia, nuestra tacita de plata es la tierra de la ironía y la crítica social. Descendientes de los romanos y sus fiestas bacanales, los gaditanos han alcanzado un estado cercano a la obsesión con su fiesta madre, cuyo epicentro radica en el centenario concurso de agrupaciones del Teatro Falla, el carrusel de coros y las agrupaciones ilegales. Elevados a la categoría de dioses del Carnaval, los autores, músicos y componentes de chirigotas, cuartetos, comparsas y coros, se distinguen por su capacidad para reírse de la tristeza y ponerle el cascabel al gato de la desesperanza; por escupir a la cara al poderoso con la sonrisa cínica del que tiene mucho o nada que perder. Ésa es la grandeza del carnaval gaditano, que los habitantes de esta bella y castigada tierra no dudan en atizar con ingenio y maldad a quién creen merecedor de ello, en un ejemplificador ejercicio de la máxima libertad de expresión: La que se dicta en verso, dividida en cuartetas, y que provoca la aclamación del público.