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Aquella singular Nochebuena en Cristiania

Gregorio Gómez Pina
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Ahora que han pasado las Navidades, me viene a la memoria una inolvidable y singular cena de Nochebuena que pasé durante mi primer año en Escandinavia. Fue allá por el año 1977, y me encontraba en un país cuyas costumbres desconocía. Para mí, el conocer las Navidades en aquellas tierras tan diferentes y tan frías –en todos los sentidos– era algo que me atraía como experiencia personal, por lo que decidí no coger uno de aquellos vuelos baratísimos de última hora y quedarme a conocer esas fiestas. Las Navidades parecen hechas para los países nórdicos por su gran colorido, siempre con el fondo blanco de la nieve, y las luces y el decorado de las ciudades y de las casas. Yo vivía en un Colegio Universitario en Lyngby, rodeado de un lago en donde patinábamos. La mayoría de los estudiantes sólo visitaba a sus familias los días 24 y 25, rodeados de sus tradiciones navideñas. Luego, iban regresando al Colegio, en donde se celebraba una gran fiesta de despedida del año. Esa Nochebuena la tendría que pasar solo, si bien el asunto se resolvió al leer en un periódico el anuncio de una cena para homeless people –gente sin hogar–. Y yo era sin duda uno de ellos. La cena estaba organizada por el entonces principal grupo de izquierdas y se celebraba en el barrio de Cristiania. Para los daneses de aquella época, Cristiania fue todo un experimento social, un gran acuartelamiento militar a donde un grupo de gente muy idealista se fue a vivir, ocupando los barracones que quedaban libres. Una gran comuna, en la que la mayoría de los daneses con los que hablé se sentían orgullosos, aunque posiblemente muchos de ellos ni la habrían pisado. Hacía una noche heladora y me dirigí hacia Cristiania, sin saber lo que me iba a encontrar, acompañado de mi inseparable guitarra y una botella de Terry 501 que tenía guardada para alguna ocasión especial. Y ésa lo era. Mi sorpresa fue enorme cuando vi la perfecta organización de esa cena tan particular en un barracón calentado por unas turbinas por donde salían chorros de aire caliente. El ambiente se fue caldeando y animando durante la cena, y mi mesa se convirtió en una de las más animadas, posiblemente por el coñac que se iba jincando el grupo de hippies daneses que tan bien me acogió. Recuerdo a uno de ellos que tocaba maravillosamente el violín con una hoja de sierra y con el que formé el duo musical más insólito de mi vida. Fue sin lugar a dudas la Cena de Navidad más singular que hasta ahora he vivido.