El pueblo en el que nunca pasaba nada
Newton, una localidad sosa a 112 kilómetros de Nueva York, conforma un microcosmos que resume el modo de vida americano
Actualizado: Guardar«Quién iba a decir que esto ocurriría en un sitio tan pequeño», repetía el viernes, desolada, una mujer mientras abrazaba a su pequeña de 7 años a la puerta del colegio de Primaria de Sandy Hook, en Newtown, Connecticut. Pensé lo mismo. Un edificio de planta baja, rodeado de árboles pelados por el invierno y rancheras que habían acudido a la llamada de socorro. Los niños saliendo en fila con los ojos cerrados y repitiéndose una y mil veces la consigna que les han repetido en clase cuando tocaba hacer un simulacro de evacuación. «Mantened la calma, niños. Karen, no te salgas de la cola». Y lo pensé porque yo viví en aquel pueblo cuando tenía 17 años y mis padres decidieron enviarme a EE UU a estudiar y mejorar mi inglés. Era hablar de ese país y evocar las playas de Malibu, la Quinta Avenida y el Salvaje Oeste; a Madonna repitiendo que ella era 'Like a virgin' y a Cindy Lauper cantando 'Girls just wanna have fun'. Vendí mi colección de sellos y monté en un avión, rumbo a la aventura. Lo recuerdo porque en cuanto pisé las calles de Newtown, todas mis ensoñaciones se esfumaron de un plumazo.
Newtown es uno de esos enclaves dormitorio que resumen mejor que nada el modo de vida americano, una sociedad eminentemente rural que va a la ciudad de compras o a trabajar y donde solo unos pocos viven en metrópolis como Nueva York, Dallas o Los Ángeles. Un microcosmos en el que sentirse a gusto y donde uno se atrinchera, «porque, recuerda, tu casa es tu castillo». La nevera llena: Coca-Cola, donuts, pizza, salami, cajas y cajas de helado. Tres coches aparcados a la entrada: el Oldsmobile de papá, el Mercury de 'mom', «y a Elmer habrá que ir pensando en comprarle uno, que el jueves empieza a trabajar en el colmado de Sally».
Elmer, familia de inmigrantes asiáticos, tiene como 17 años y se ha propuesto ir a la Universidad, así que trabaja también en la cocina de Fairfiel Hills, el psiquiátrico, y se levantaba un pico. Cien canales de televisión y equipo de sonido en cada habitación. Palos de golf, el disfraz de Halloween, las bicicletas. También armas, hay que proteger a la familia, mantener vivo el espíritu de la frontera. «Mi padre se ha comprado una 9 mm ¿Queréis verla?».
El otoño cubre Nueva Inglaterra con su mejor paleta de colores, hasta que el crudo invierno toma el testigo por espacio de cinco meses y el termómetro se descuelga hasta los -20º. Newtown es un pueblo soso, no importa que esté a solo 70 millas (unos 100 kilómetros) de Nueva York. El único hito es el 'pole', un mástil del que cuelga la bandera y que, cuenta la tradición, mandó levantar Washington en la Guerra de la Independencia camino del sur. Claro que, por aquel entonces, también estaba Elia Kazan, el director de cine, que vivía en Connecticut como tantos otros famosos, lo bastante lejos de NY para que no le molestasen y lo bastante cerca para que no se olvidaran de él.
Los alumnos del Newtown High School, 800 metros del lugar de la tragedia, al otro lado de la Interestatal, entrenan a natación, fútbol americano o cross, o participan en programas de intercambio. Quienes nos visitaban no podían evitar una mueca de decepción. «Y qué hacéis aquí para divertiros», preguntaban. Un día a un repetidor de la clase de al lado se le cruzaron los cables: agarró con las dos manos el bote de salsa boloñesa y lo lanzó al grito de 'Foof fight' (pelea de comida) contra un pobre crío que debió sentirse como Carrie. Aquello era América, pensé, harto ya de tartas de manzana, bailes benéficos o quedadas el sábado por la mañana para lavar coches en el centro del pueblo y así recaudar fondos para causas a cada cual más peregrina. Los viernes había cine en el ayuntamiento, el patio de butacas rendido entonces, y seguro que ahora, a Tom Cruise. Las familias, perro incluido, subiendo el fin de semana a Hartford o Boston o bajando a Nueva York. «Eso sí que es vida», resumíamos a la vuelta.
Todo sigue igual
Mondale le disputaba la presidencia Reagan -sin éxito-, en el cine triunfaba 'La Fuerza del Cariño', y en el colegio a mi me sacaban de clase para decirme en un aparte que un avión se había estrellado en Bilbao (1985). El escenario sigue igual. Los profesores se plantan en casa para advertir a tu familia que te vigilen, que te han sorprendido fumando y que de ahí a las malas compañía solo hay un paso. Los chicos miran de reojo a las chicas desde los bancos de la iglesia -la presbiteriana, la baptista, la católica, la sinagoga- y por la noche los grupos de unos y otros se reúnen en el bosque para beber hasta perder el sentido. Porque en Connecticut no se puede consumir alcohol con menos de 21 años, y muchos se sirven de un hermano o un compañero del trabajo para vaciar la licorería sin levantar sospechas. Calaveradas que se cobran su cruel peaje en forma de accidentes en la carretera. O en el garaje, que una pareja se dejó el motor encendido mientras hacía el amor y los encontraron allí. Como pajaritos.
Con el tiempo, Newtown y sus contornos se fueron desdibujando en mi memoria. El pueblo debió de venirse abajo el día que se instaló allí el set de rodaje de 'Sleepers', la película con Robert de Niro y Brad Pitt en la que cuatro adolescentes cometen el error de sus vidas, son enviados a un reformatorio y los guardianes les someten a todo tipo de abusos. El reformatorio no es otro que Fairfield Hills, el psiquiátrico donde Elmer trabajaba y donde cada mañana el autobús amarillo pasaba a recogernos a él y a mí camino del instituto. Soñolientos, aburridos. Porque, a fin de cuentas, ¿qué podía pasar en un sitio tan pequeño?