SOBERANÍA Y DIGNIDAD
Actualizado: GuardarLa existencia de la especie humana es un decurso soberanista, pese a que sean pocos los que de entre nosotros tengan clara conciencia de los derechos y deberes que regulan el ejercicio de esa soberanía. La pérdida de la razón, entendida como enfermedad, como pandemia contemporánea, nos nubla la capacidad de evaluar la carga de responsabilidades, casi seguramente abrumadoras, inherentes a ese atributo de la soberanía, don supremo del ser humano junto al derecho inviolable a la libertad. Este magnífico recorrido sumosacerdotal, marcado por los legados atmosféricos de los ritos y los mitos, de la historiografía convertida en arquitectura moral, esa amalgama de liturgias morales, han ido perdiendo vigor, dinamismo y emotividad. Han perdido el fulgor de la pasión propia de los actos creativos, acometidos como seres libres, soberanos y dignos. Como seres sustanciales y sustantivos. No nos podemos infligir el sistemático daño de querernos explicar concisamente; no somos un epítome sino una exégesis, un discurso prolijo, denso, suntuario. Un prodigio de la complejidad.
De entre los errores cometidos durante este proceso de deterioro de nuestro patrimonio esencial, ético, llama la atención el de la pérdida de la dignidad colectiva y unipersonal. La indignidad con la que arrostramos los problemas, los dolores, los sufrimientos, pero así también los placeres, perdido todo recato ante la lágrima como ante lo orgiástico. Dicen los dulces hijos de Canarias: «¡mi niño, te reconocí por el cloquío…!», esto es, te conocí por el tono de la voz, por su coloratura y porte, y así, por extensión figurativa, deberíamos no perder la aptitud de reconocernos por el tono de nuestra voz moral, por nuestra robustez de carácter, por nuestros actos nobiliarios propios de un soberano recto y adusto.
Desposeído el ser humano de sus consustanciales aptitudes para ejercer de prodigio lógico, maravilloso y capaz de maravillar, se torna en un mamífero anodino aunque hermoso. Hay que discurrir, devenir, convirtiendo cada uno de los domésticos actos cotidianos en ceremonias de la bondad multidimensional, de la belleza, del respeto y el amor al prójimo. Actos gallardos. Gestos nobles. Como persona, como ciudadano, como contribuyente, como mujer-hombre. Como súbdito. Intentando no incurrir en el deplorable ejercicio de la discriminación, la descalificación, la inculpación y la denostación. Y también como obrero, entendido en sentido lato. Como aquel capaz de realizar algo con cierta habilidad y que ese algo le sirva a alguien para algo. Trabajar, es un acto ceremonial, magnánimo, basado en el ejercicio de un derecho; es una ofrenda de soberanía y dignidad, que bien merece ser evaluado como aportación de capital a cualquier ejercicio mercantil. Ese compacto ejercicio de derechos y obligaciones productivas, tiene que ser dignificado, remunerado con justicia y proporcionalidad. Hay que acometer el desafío de fabricar idilios metafísicos. Rutinas prodigiosas del amor industrial.