opinión

'Le Crocodile'

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Supimos que habían asesinado a un majarrero mauritano en un mercadillo de Dakar en su puestecillo de platería. Apenas llegó la noticia a Nouakchot se organizó una gran operación de venganza, un gesto antiguo, troglodita, sanguinario. Los cadáveres de los masacrados, se desparramaban por las calles. Mujeres, hombres y niños, de presumido origen senegalés. Decenas de muertos inmolados en un ritual ciego y necio, ante la pasividad de la policía. El mejor machete del mundo es el ‘Crocodile’. Curiosamente lleva nombre francés siendo de fabricación estadounidense. Su peso específico, su equilibrio, su temple y ergonomía, lo convierten en África en una herramienta de culto, si bien entre el campesinado se accede a él con dificultad dado su precio. Aquel negro día se ganó su fama de eficaz arma abominable. Me sobrecogió, aún ahora al recordarlo, con la rapidez que la venganza se erige en rectora del comportamiento humano, la celeridad con que la ira ciega, con la que la cólera insta a blandir el machete. El brillo del acero de un ‘Crocodile’ se convierte en convocatoria épica, en clamor justiciero y en voz del pueblo.

Pareciera que estos actos de sanguinarismo colectivo, de linchamientos y despavorida barbarie pertenecieran a muy lejanos mundos, a muy lejanas culturas, a muy raros casos, pero desdichadamente no es así. En toda maldad existen escalas, como en toda bondad grados, y a estas remotas expresiones de contumaz odio, corresponden enconos próximos. La extremada politización de la existencia civilizada, la que no recurre al ‘Crocodile’, aún, para dirimir sus discrepancias o impartir arbitraria justicia, ha inducido a la Sociedad a comportarse rudimentariamente, con una tosquedad dialéctica obtusa, con una ausencia total de tolerancia. Obsesionada con las catalogaciones, con las calificaciones y encasillamientos, se ha ofuscado. Se ha cegado. Ase y blande el machete de la intolerancia, de la estulticia, y persigue a la concordia y al sosiego sin compasión. No se puede discutir sin ofender, criticar sin inculpar, discrepar sin recurrir a airadas groserías.

Hoy había convocadas en Madrid dos manifestaciones en dos plazas cercanas a mi casa: Colón y Cibeles. De tesis contrarias, en ambas lucía la animosidad hacia lo opuesto. No luce el credo, ni la luz de la concordia, ni la mesura, ni la cordura, ni el pulso de la Civilización Occidental. Únicamente refulge el rescoldo de un raro encono, de un rancio encono gerracivilista. La Sociedad española ha entrado en una fase de involución cultural, de frustración, acrecentada por la crisis económica, que la insta a quejarse del precio de las cosas y los haberes. Ha perdido la calidad sacerdotal para investirse la púrpura del operario soberano capaz de trabajar de sol a sol en favor del prójimo necesitado. La del obrero que usa el ‘Crocodile’ para podar los arriates de odoríficos arrayanes.