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La costa vigilada

MERCEDES MORALES
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Decreto, ley, norma, reforma. Cada vez que una de estas palabras se publica asociada con el desarrollo urbanístico de las playas de Cádiz nos lanzamos a analizar qué quieren decir, qué hay de nuevo en ellas. El otro día, intentando desentrañar el nuevo Plan de Protección del Litoral que publicó la Junta el martes pasado, mantuve una interesante conversación con un técnico de la Administración (no diré de cuál que Cádiz es un pueblo chico) que quiso compartir conmigo décadas de trabajo aplicando las normativas que los diferentes gobiernos, de todas las administraciones, han ido dibujando sobre la arena. Él me daba la clave: poco hemos conseguido en treinta años en la lucha por la protección del litoral. Este fracaso radica en que cada político (siento ser poco original pero no hay otros responsables de este asunto) ha ido haciendo lo que le ha proporcionado más votos en ese momento, de ahí las contradicciones continuas sobre el papel y el desamparo, en la práctica. Comentaba este profesional que los grupos de presión como ecologistas, propietarios de viviendas ilegales, pescadores, entre otros menos conocidos, han ido calando en la voluntad del legislador según el pie del que cojeara el político de turno. Lo cierto es que desde que este sistema democrático arrancó a andar poco ha cambiado. Las mayores barbaridades se hicieron desde los años 60 a los 80 y después todo quedó paralizado: lo bueno y lo malo. Como muestra este último plan de la Junta recién aprobado y que se publica con el pretexto (en sentido literal de la palabra) de proteger al litoral andaluz del libertinaje del ladrillo y que, analizando caso por caso, resulta que apenas roza los grandes proyectos pendientes en Cádiz como Valdevaqueros, El Palmar o el Següesal, junto al Parque Natural de La Breña. Para poner el broche a nuestra conversación este profesional con vocación de mejorar la burocracia lanzaba un debate a mi tejado: por qué decimos no a un desarrollo ordenado como el que proponen las constructoras, que incluyen hoteles, viviendas, campos de golf y demás servicios para atraer hasta el último europeo a nuestros negocios tan castigados y nadie se atreve a denunciar los crecimientos desordenados que desde décadas están proliferando, como en El Palmar, donde gana el vecino que tenga la cara más dura. Este verano presencié la disputa entre dos vecinos de El Palmar por un trozo de terreno. Uno de ellos lo había vallado para poner un caballo y su vecina le recriminaba que lo que pretendía era sentar precedente para levantar en ese solar una casa en cuanto tuviese ocasión. Así somos y a esto hemos llegado.