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La Casa Henrietta

Enrique Montiel de Arnáiz
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A las siete de la mañana abrí pupilas y no vi nada. Un extraño silencio oscuro. Seguí durmiendo. A las ocho de la mañana abrí pupilas y vi a Claudia Lucía: quería que le abriera la persiana mecánica del gran ventanal de la buhardilla para poder ver el castillo. Su hermano la escoltaba, dos pequeños en pie, derechitos, mirando el ruido de la máquina que descubría la ladera de la colina donde se asienta la fortificación árabe del siglo VIII. Pensaba la niña que era la primera vez que la miraba y no sabía que ya había estado allí ayer, antes, en el vientre de su madre, disfrutando la vista.

El lugar era la antigua casa del doctor Don Juan Marina, un palacete reconvertido en hotel, reconvertido en hostal, donde nació Marcos, mi hermano jimenato. Desde hace un par de años lo regenta Melissa Jane González-Morgan, una joven pintora licenciada en Bellas Artes que, tras seis años residiendo en Baile Átha Cliath (Dublín), capital de Eire (Irlanda), utilizó su gusto artístico para dotar a una impresionante edificación sita en el casco histórico de Jimena de la Frontera, cerca de su casa consistorial, de infinidad de colores y matices. Es un negocio joven y se le nota en las tonterías que se suponen y no están pero no tienen importancia si se comparan con sus fortalezas. Su ambiente es bohemio y elegante, su mobiliario, armónico e impecable; es un penumbroso barrio de los artistas en medio del parque natural de los alcornocales.

Me vestí con la ropa de ayer y bajé a desayunar. La pintora me sirvió un café con leche en la barra del bar, en la planta baja del palacete. Me rodeaba la exposición de cuadros de la talentosa Marta Fuster y el voluntarioso Nick Marshall, un inglés con nombre de neoyorquino. Melissa y yo descubrimos la preferencia de ambos por el trece, que es el número de estrellas que aparecen en el cuadro de la joven de ojos verdes que sirve de bandera a la Casa Henrietta. Y el de sus habitaciones. El origen del nombre de la casa procede de una calle dublinesa en cuyo número trece vivió la pintora del Tesorillo, siempre como relajada, susurrante. La Morgan me contó entonces la historia de dos ingleses que se habían traslado a vivir a Jimena con una motivación única: para fumar. Al parecer los dos smokers se habían puesto a hacer números y les era más barato vivir allí, junto al castillo, comprando tres cajetillas al día cada uno, que lo que se gastaban humeando en Manchester. O en London. Y los fumadores pasivos que tenían por vecinos los habían acogido, como acogemos siempre los gaditanos, afiliándolos al Madrid o al Barça y empadronándolos en el Restaurante-Bar Cuenca, invitándolos a una deliciosa ración de venado con chantarella.

A las diez de la noche, regresado ya al hogar, abrí pupilas y vi los resultados de las elecciones catalanas y pensé en el complicado mundo de entresemana. Y en cuántos fumadores habrá sin una Casa Henrietta donde exponer cuadros sin arte, aguantando en un extraño silencio oscuro la estulticia de los que se dicen sus gobernantes.