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La peripecia del chirimoyo

Juan Manuel Balaguer
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Adicto a la ingesta de chirimoyas desde niño, esta adicción me ha impelido a seguirle a ese suculento fruto la traza de su peripecia existencial desde la devota periferia del desconocimiento botánico. Trazando una elipse desde los feraces valles chilenos donde se cultiva la chirimoya, hasta las riberas del lago Victoria en Uganda, son varios los frutos similares que reproducen las texturas nacaradas de la chirimoya. La tenida por más lograda, más homogénea, es la de Chile, creyendo sin embargo que las de Motril, Almuñécar o Baza, son más dulces, más sabrosas aunque menos ebúrneas. El exótico corossol de Senegal y el Golfo de Guinea, una especie de chirimoya con vocación de erizo verde por sus púas, nos aproxima al monumento del ‘chirimoyismo’: el jackfrut de Uganda y Tanzania. Un chirimoyón de hasta cinco kilos de peso, de carne más anaranjada y también con púas no ariscas, que es considerada la fruta nacional de Uganda. Sir Winston Churchill, que homologaba a este país con el hercúleo jardín de las Hespérides, desayunaba jackfrut con jugo de caña y pasiflora. Era un cascarrabias sibarita que sabía fumar y sabía de exotismos y paisajes de los que paladeaba su adustez monacal. Degustaba el rotundo verismo de Câmara de Lobos en Madeira, de lobos marinos claro es, como los del titánico lago Victoria.

Los chirimoyos no son hijos de la tierra sino de los paisajes atmosféricos. Los de la orla húmeda del albor chileno y el efluente eterno monumental del nevero andino; los del cobijo del Veleta y la brisa del oriente fenicio; los de las amenazas del Sáhara a la sabana; los de las brumas de las cataratas y el ataque de los marabúes. Acontece con ellos lo que le acontece al alma humana civil y civilizada. No se solaza ésta en los marcos jurídicos que le pautan su respirar y sus pensares, no necesitando nutrición específica sino de una fantasía botánica que le impulse a edificarse en fruto jugoso y nutritivo. En tentación. Así como el chirimoyo es hijo del paisaje con el que evoluciona, así el ciudadano ha de acomodarse a los ciclos naturales del desarrollo de la persona y su personalidad antes de ejercer de conciudadano ejemplar. Requiere, pues, haber mamado amor, haber vivido amor y querer ser amor. Ser respetuoso con el paisaje ciudadano, como con el rural, pero no únicamente desde el prisma ecológico, sino desde el prisma que da sentido a la sociedad: el de la atmósfera en la que se respeta al prójimo y se asume la responsabilidad de tutelar los bienes del común de forma cultivada, feraz, floral. Sólo a través de la botánica del civismo y la civilidad puede entenderse el Estado honorable y sostenible; la nutritiva Sociedad frutal. Lo demás, resulta ser yerma barbarie.