la última

El Beni de Cádiz

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Los crímenes de la Morgue. Calle. Es la palabra que le falta al título para ser igual que el de la célebre obra de Edgar Allan Poe, considerada el primer relato policíaco (1841). Uno que iba hoy a dedicar la Última al Beni de Cádiz, a su aniversario, el vigésimo de su muerte, el arte que tenía, lo bien que cantaba, lo guapo –mucho o poco– que era. Sus inmarcesibles anécdotas. Y tiene la mala sombra, uno, el que les habla en el lenguaje de la tecla, de ver en la edición de hoy de LA VOZ una noticia que, como el ‘perjumen’, me ‘sulibella’. Dice así: «Investigan a un forense de la morgue por sacar restos humanos sin permiso». Y claro, la imaginación que burbujea se mezcla con el regusto del capítulo de ayer de ‘The Walking Dead’ (grande, Darabont) y no se puede evitar pensar en un galeno digno vestido con impoluta bata blanca, bisturí láser en mano, gafas de esquí, entrando a hurtadillas en la cámara mortuoria para hacerse con un carpaccio de gaditano. Y en por qué. Por qué va un forense a sacar restos humanos sin permiso, pudiendo tenerlo, pudiendo hacer pruebas allí mismo, en el Instituto de Medicina Legal. Por qué los compañeros de trabajo del citado médico han presentado una queja contra el mismo. Por qué tiene ahora que investigar el asunto la Fiscalía. Por qué esta noticia tan kitsch la tiene que dar el Delegado del Gobierno de la Junta, con la de cosas importantes que vienen sucediendo, como las veinte guarderías que cantan aquello del reloj no marques las horas.

Dice la información que López Gil incluso se plantea la existencia de un par de delitos: 1) profanación de cadáveres y 2) «alteración de los cuerpos que están bajo custodia legal». Yo, aun siendo más de alterar cuerpos que de profanar cadáveres, puedo decir que, si fuera cierto que el forense hubiere raspado un cuerpo sin vida para biopsiarlo, dudo de la existencia del tipo penal de la profanación de cadáveres, puesto que por esa acción se entiende el «conducirse de forma irreverente o irrespetuosa con el mismo». O sea, que si el médico hubiese extraído un trozo de masa encefálica de un ahorcado depositando el mismo en una urna de oro, transportándolo al son de una marcha fúnebre de Chopin en bandeja repujada de plata, y hubiera rezado una oración por el alma del (trozo del) difunto, poco podría imputársele al haberle guardado el respeto debido.

Uno de los primeros libros de Medicina Legal chinos, datado en el siglo XIII, narraba el inicio de la entomología forense, o sea, la ciencia que fija el momento de la muerte a través de los colores de los insectos que aparecen en un cadáver. Un campesino apareció degollado por una hoz y el asesino, que no era el mayordomo sino otro campesino, vecino del primero, fue desenmascarado porque las moscas acudían a su hoz, donde había restos del difunto. Quizá hayan analizado la hoz del forense, el color de las moscas, el espurio motivo de la profanación, pero aún no nos hemos enterado. Y, enterados, podríamos imaginar al Beni de Cádiz narrarle a Jesús Quintero, entre cortinas de humo, la anécdota del forense que hacía carpaccio, y solazarnos ahora que van a hacer veinte años de la Expo de Sevilla, los Juegos de Barcelona, y de la muerte de un sabio diezmilenario.