El harakiri
Actualizado:La ciudad de hoy no mantenía apenas semejanza con lo que había sido en su momento. Con el paso del tiempo se había ido transformando en una ciudad decadente, aburrida y prácticamente vacía en la que solo permanecían ancianos que paseaban parsimoniosamente mientras tarareaban antiguas melodías que en otro tiempo habían acompañado poéticas letras acerca de la ciudad y sus envidiados encantos. Aquella ciudad ya no existía.
Llegado un momento en la Historia, la ciudad permanentemente se miraba el ombligo y, cuando no era así, torcía el gesto hacia el espejo para pronunciar las palabras que recitaba la malvada reina de Blancanieves. Era cuestión general, en aquel momento dado de la Historia, que la ciudad y sus habitantes confiaran ciegamente en la visión que su propio espejo les reflejaba.
El pueblo, orgulloso de si mismo, creó un concurso de poesía anual para ver quién era el vecino que más y mejor recitaba las excelencias de la ciudad. Al poco el concurso se convertiría en un éxito y, jóvenes y mayores participaban en él. Este chovinismo local se fue contagiando a todos los sectores y clases sociales e incluso los políticos animaban e impulsaban a los vecinos a seguir cantando a la ciudad.
El tiempo fue pasando y el orgullo de los habitantes de la ciudad se hacía más y más enorme, de tal forma que tenían un gran interés en mostrarlo a los pueblos vecinos y a todos los turistas que visitaran la ciudad. Las nuevas generaciones, a tenor de la relevancia social que daba ganar el concurso, no mostraban el más mínimo interés en otras ciencias ni artes las cuales quedaron relegadas al olvido.
No eran extraños tampoco los casos de los que incluso dejaron de trabajar y que consumían todas sus energías en practicar y entrenar para ser unos ídolos locales gracias al concurso de poesía. La ciudad empezó a despreciar el trabajo y el esfuerzo y, poco a poco, fue dejando de cumplir con sus obligaciones.
A tanto llegó que los vecinos ajenos al concurso tuvieron que emigrar para ganarse la vida puesto que las fábricas existentes fueron desapareciendo sin ser sustituidas por unas nuevas, ya que era conocido en el país entero la dedicación exclusiva de la ciudad hacia el concurso y cómo relegaban a un segundo plano las principales actividades artesanales.
Así, solo quedaron en la ciudad los propios concursantes que ya cantaban a una ciudad perdida y añorada que no se parecía en nada a la de sus mayores. La ciudad se había consumido en su propio placer.