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Mineros de Marikana celebran el acuerdo alcanzado con la compañía de platino Lonmin que ha permitido reanudar el trabajo en la explotación. :: KIM LUDBROOK / EFE
MUNDO

El primer país de África es el más desigual

Las huelgas mineras traslucen la tensión entre la población sudafricana por la mayor disparidad de ingresos internos en todo el continente

GERARDO ELORRIAGA
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La historia de Sudáfrica exige finales felices. La ignominia de su pasado, regido por la discriminación racial institucionalizada, y el tránsito pacífico de la dictadura a una democracia proporcionan al Estado austral la admirable condición de modelo para todo un continente habitualmente sacudido por pucherazos y golpes militares, miseria y un futuro siempre incierto. Ese relieve ético se agiganta con la figura del expresidente Nelson Mandela, icono de la no violencia, y la inclusión de la república en el selecto grupo de los BRICS, las potencias emergentes llamadas a dirigir el planeta.

Pero los relatos políticos raramente acaban bien. El desencanto llegó con el sangriento brote de xenofobia de 2008 y la frustración se ha generalizado con la reciente masacre de Marikana, producida por la respuesta policial a una manifestación de mineros. La imagen de las decenas de trabajadores acribillados recuerda cruelmente a la de las víctimas de Sharpeville, hace ya medio siglo, cuando los agentes descargaron súbitamente sus armas contra una multitud que exigía el fin del 'apartheid'.

Sin embargo, la discordia social y la brutalidad policial no son los factores más relevantes del drama. La aplicación contra los huelguistas de una doctrina legal urdida por el anterior régimen para sofocar las protestas de la mayoría negra ha conmocionado a la opinión pública. El intento de la Fiscalía de acusarles de la muerte de sus propios compañeros ha sugerido que no solo la pobreza y la explotación permanecen, sino que incluso el anterior ordenamiento jurídico sigue resultando útil a la nueva elite para reprimir a los suyos. En suma, que el flamante 'país del arco iris' no resulta tan diferente de la dictadura precedente.

La herramienta para crear una república más solidaria se llamaba Ubuntu. Es una regla ética común a las comunidades xhosa y zulú sudafricanas que asegura que el individuo lo es en función de los demás, que la condición humana se adquiere por la pertenencia al grupo. Pero ese canto a la solidaridad, un tanto impreciso, resulta contrarrestado por la contundencia de los números.

El coeficiente de Gini, que clasifica a los países por la disparidad de ingresos internos, asegura que la primera potencia africana es también el territorio del mundo donde mayor vértigo proporciona el abismo entre los ricos y los pobres. La población negra, el 78% de sus 50 millones de habitantes, acumula el 28% de los ingresos, mientras que el 9% de la minoría de origen europeo posee el 61% de la riqueza.

El reparto del poder no ha trastocado tal disparidad, tan solo ha diversificado el color de la piel de esa elite. Durante dos décadas, el Congreso Nacional Africano ha mantenido el control político a través de una coalición con el Partido Comunista y la unión sindical Cosatu. La impresión es que esa alianza ha servido convenientemente para impedir la contestación desde la izquierda. Los aliados han accedido a un estatus de privilegio a cambio de sancionar el mantenimiento de un 'estatus quo' plenamente liberal y favorable a Occidente y sus intereses empresariales sobre el terreno.

Paro y sida

Los periódicos estallidos, como la actual huelga en la industria aurífera, se antojan afloramientos de esa peligrosa situación y de la frustración que comporta. El Banco Mundial afirma que tan solo en el periodo de 1995 a 2005 el porcentaje de sudafricanos que vivía bajo el umbral de la supervivencia descendió del 31% al 23%, una circunstancia insólita al sur del Sahara. Pero la estadística no casa bien con el hecho de que la tercera parte de la población rural se halla en paro, la mayoría de los indígenas carece de servicios e infraestructuras básicas, existen 5 millones de inmigrantes irregulares en condiciones sumamente precarias y 5,6 millones de adultos están infectados por el VIH-sida. Además, el país sufre el estancamiento demográfico por el efecto de la pandemia. La esperanza de vida apenas supera los 40 años en el Estado más próspero de África.

La discriminación positiva ha sido el argumento que la clase política ha esgrimido contra quienes le achacaban su conformismo. Y el Black Economic Empowerment, su principal instrumento contra la desigualdad, pero este programa de formación e integración de ejecutivos y empresarios negros ha confesado sus propias limitaciones. Según estadísticas propias, el número de nativos con este perfil ascendía a 216.772 en los albores del mandato de Mandela y una década después había llegado a los 359.438, una cifra aún minúscula dentro del conjunto nacional.

El clientelismo y la generalizada corrupción resultan argumentos más convincentes a la hora de explicar la aparente inacción ante el súbito ascenso social de muchos 'black diamonds' (diamantes negros), como se conoce a los nuevos ricos sudafricanos. El saqueo de los fondos públicos y la venalidad de los dirigentes se ven atestiguados por escándalos como el protagonizado por Jackie Selebi, el primer individuo negro en convertirse en jefe de la Policía sudafricana y presidente de Interpol. El año pasado ingresó en prisión después de ser declarado culpable de recibir sobornos de un traficante de drogas.

Existe cierto convencimiento de que Sudáfrica se halla en un complicado 'impasse'. La minería, en declive, y la agricultura comercial ya no pueden proporcionar el empleo masivo de antaño, siquiera en condiciones tan precarias como las que acredita la explotación de Marikana. La Administración se halla ante el reto de asumir la demanda laboral de una mayoría desposeída, con niveles de renta en descenso y en un contexto global de crisis. Sin duda, la clave radica en la capacidad de Ubuntu para derrotar a Gini antes de que la insatisfacción pierda el temor a las balas y a los políticos.