Otra reforma educativa
CATEDRÁTICO DE DERECHO MERCANTIL Actualizado: GuardarLa dificultad intrínseca a la ordenación de la educación en modo alguno justifica el estado permanente de reforma de nuestros planes de estudio. Esta es una particularidad puramente hispánica y muy antigua. En la España de la restauración, los planes se sucedían aún más profusamente. En 1895 entró en vigor el del ministro Alberto Bosch, sustituido en el 98 por uno nuevo del ministro Germán Gamazo. En 1899 Pidal y Mon lo sustituía de nuevo y, al año siguiente, lo mismo hizo García Alix. Por fin, en 1901 Romanones ponía término a este baile, instaurando uno más duradero (Real Decreto de 17 de agosto de 1901): el bachillerato de seis cursos. Por tanto, la soberbia afición mostrada por los ministros de educación a obsequiarnos con su propio y definitivo plan de estudios viene de lejos.
Es evidente que los modelos pedagógicos que se vienen aplicando en España necesitan repensarse, pero la necesidad de la revisión no garantiza el acierto de cualquier cambio. La larga experiencia acumulada en estas décadas demuestra que las reformas emprendidas desde los setenta han ido por mal camino al destruir lo bueno junto con lo malo. La cada vez menos sutil tendencia a eliminar en la escuela valores y jerarquías produce caos y confusión.
En el tejido de presupuestos pedagógicos que nutren nuestro sistema educativo es difícil establecer rangos, pero quizás el vicio principal, y el más nocivo, de esta corriente de pensamiento sea el haber centrado todos los esfuerzos y empeños de los alumnos y profesores en los medios y los procedimientos para el saber, en vez de en el saber mismo. Por esta senda, sólo cabe concluir, con Sábato, que la ignorancia avanza hacia un inmenso y temible porvenir.
Sabemos que por mucho que se empeñen los promotores de la enseñanza recreativa no es posible la transmisión de conocimientos sin esfuerzo personal por parte del estudiante. La tarea de aprender siempre ha sido difícil y penosa. El aprendizaje requiere el despliegue de una disciplina individual, la dedicación de tiempo y energía, la construcción de hábitos y habilidades, como la concentración, o el entrenamiento de las facultades memorísticas y analíticas. Contra toda lógica, la nueva pedagogía desdeña este factor de necesaria penosidad y se vuelca al divertimento como ingrediente que debe ir ligado a toda tarea de enseñanza. El 'logro' de las últimas reformas de los sistemas de enseñanza, tanto de la secundaria como de la superior, ha sido la de aplicar las teorías del aprendizaje de la infancia y la adolescencia al mundo de los adultos. Se convierte así la antigua paideia en una especie de tropheia (que en Grecia era la enseñanza que correspondía a los años más tempranos, en los que las actividades de los niños consisten en poco más que jugar, comer y dormir). Y así, han acabado convirtiendo los institutos y facultades en guarderías donde los jóvenes están más o menos entretenidos, pero bien poco aprenden.
Es preciso reimplantar la sencilla idea de que los títulos académicos se obtienen estudiando y de que el derecho del ciudadano a recibir una educación no es sinónimo del derecho a obtener un título académico, al margen del talento, el esfuerzo y los resultados. Uno de los rasgos diferenciadores de nuestra cultura es, desde los griegos, que el conocimiento y la sabiduría son frutos del esfuerzo individual.
De no abordarse con urgencia este problema de la degradación en la enseñanza pública, florecerán con abundancia, como ha ocurrido en Gran Bretaña, selectivos colegios privados a los que acudirán los padres, con grave perjuicio de su patrimonio. Ello traería de la mano un peligroso fenómeno de separación social, pues se abriría de nuevo la sima entre los alumnos de la escuela pública y los de los 'colegios de pago' (¿recuerdan los mayores de 50 años a lo que me refiero?). Gracias a un considerable esfuerzo, en los años 70 y 80 del siglo XX se consiguió enterrar en buena medida, aunque no del todo, esa dicotomía. La ciudadanía, el sostén civil de la democracia política, se benefició con ello. Sin embargo, hoy volvemos sobre nuestros pasos por la misma senda, ya que la distancia que empieza a separar en calidad a ambos tipos de escuela es cada vez mayor.
Si no se percibe como problema que nuestros alumnos lleguen a los dieciséis años sin ser capaces de resolver una sencilla operación de aritmética, o de realizar un dictado sin faltas de ortografía, difícilmente podrá haber un acuerdo sobre la reforma educativa. Esta obstinación sólo se explica, a mi juicio, por la naturaleza rígida que caracteriza hoy al gremio de los pedagogos, un grupo aislado de la realidad exterior, cerrado en torno a sus propias teorías axiomatizadas y retroalimentado por el científico método de la autojustificación y la renuncia a la sana autocrítica comparativa.
Pero siendo todo esto cierto, también lo es que el gremio de los 'pedagogos imaginativos' es muy poderoso en España y tiene importantes apoyos políticos. Por eso es necesario que entre ambas posturas se llegue a algún de acuerdo, o término medio, a fin de que la que se avecina no se otra reforma educativa más, que tenga sus días contados, sino la que venimos necesitando: la que nos traiga cierta estabilidad a las aulas. Y, sobre todo, necesitamos aprovechar la experiencia acumulada para conservar lo bueno de las últimas leyes educativas, eliminando solo lo negativo.