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OPINIÓN

Martes de carnaval

JUAN MANUEL BALAGUER
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Llegamos a Roma un martes de carnaval bajo un diluvio. Salíamos hacia Tirana al anochecer en un vuelo privado, única opción disponible para viajar entonces a Albania. Algunos de los técnicos que me acompañaban no conocían Roma y me pidieron que les programara la jornada de forzoso asueto. Para un gaditano, el enseñarle Roma a un catecúmeno de la ensolerada belleza, supone asumir la cordial responsabilidad de atender a un amigo en casa de un pariente que te autoriza a enseñarla, más aún, a disfrutarla durante su ausencia. Nubarrones monumentales, negros como el pecado de usura, zamarreados por vientos húmedos, no parecían perfilar el más adecuado forillo teatral para contarles que las relaciones de Cádiz con Roma son de tal calado y entidad que sería aconsejable restablecer legaciones consulares entre las dos ciudades, confederando sus luces para sanación milagrosa de la ceguera. Mascaritas alocadas atravesaban el prodigio de Piazza Navona bajo la lluvia impía y el ventarrón impúdico, mientras que refugiados en un café les explicaba a mis amigos que los Vasos de Vicarello o Apollinaris eran la primera guía de ‘carretera’ de la ruta Gades-Roma: la Vía Heraclea o Augusta, verdadera autopista del Siglo II d.C..

Las atmósferas generadas por las ciudades que han sido matrices de la historia como Cádiz o Roma, auténticas luminarias de la vida civilizada, se echan en falta cuando, como en el caso que evocamos, uno se topa con la iconografía del cruel tirano. Al día siguiente de llegar a Tirana, bajo la misma tormenta que nos había deslucido el martes de carnaval romano, vimos rodar por los suelos la inmensa estatua de Enver Hoxha, convertida en campana altisonante clamando ante la mezquita, ofrendada como símbolo del fracaso de la satrapía tiránica. Ante gestos colectivos atolondrados como éstos en los que la turbamulta, con cadenotes y cabos de sisal fue venciendo la resistencia del altivo bronce hasta hacerlo rebotar canoro contra el adoquinado, uno echa en falta mucho más que una atmósfera ritual de ciudad ilustrada, como Gades o Roma; echa en falta además el sentido ético de una autoridad, la tutelar ‘auctoritas’ romana, capaz de evitar que la gestión de la cosa pública llegue a las manos de los rudimentarios egoístas, de los mediocres codiciosos que únicamente piensan en medrar.

No goza el tirano de los dones de la altura de miras, ni de la tolerante magnanimidad, diría más, ni de la luces mínimas para discernir entre el bien y el mal, convirtiendo al Estado en un lúbrico tálamo. Todas las playas de Durrës o de Shëngjin, estaban cubiertas de búnkeres y nidos de tirador; de hormigón macilento. Más no toda la espuria perversión de la tiranía, de la escala y calado que esta sea, es atributo exclusivo del tirano profesional notorio. Hay mucho aficionado nocivo.