Con Carrillo muere un siglo de historia
El Rey se trasladó a la casa del veterano político para transmitir sus condolencias a la viuda y a sus tres hijos
Actualizado:Con 97 años bien llevados, Santiago Carrillo murió ayer en su casa mientras dormía la siesta. Su figura resume como pocas la historia de España en el siglo XX, fue protagonista en la Guerra Civil, la lucha contra la dictadura, la transición y el asentamiento democrático. El reconocimiento a su papel fue unánime, de izquierda a derecha, de los nacionalistas a los no nacionalistas, solo hubo palabras de elogio. Pero no siempre fue así.
Carrillo lleva unos meses con la salud delicada. Ingresó varias veces en el hospital por males menores, el último el 17 de julio por un problema circulatorio, pero antes, en abril tuvo que ser intervenido por una apendicitis, y el año pasado tuvo una infección urinaria. Su afección más grave fue la insuficiencia cardiaca de hace cuatro años. La combinación de todos esas dolencias a tres años de ser centenario fue letal. Su familia no informó de las causas de la muerte, y solo explicó que en las últimas semanas se encontraba muy cansado. Lo que sí parece claro es que no murió por el tabaco. Fumador de toda la vida y hasta el final de sus días de cigarrillos de 'Peter Stuyvesant', nunca tuvo problemas por ello. «Debo tener un gen que me libera de los peligros del cáncer», comentó hace un año en un encuentro digital.
La capilla ardiente se abrirá este miércoles en Madrid en el auditorio 'Marcelino Camacho' de CC OO, compañero de militancia con el que mantuvo sus más y sus menos. «Queremos que sea un lugar público porque mi padre ha sido un hombre público y comprometido con la izquierda», explicó su hijo mayor, también Santiago.
Su muerte, aunque esperada, causó conmoción y todos los líderes políticos elogiaron su trayectoria y su papel en momentos históricos para España. El Rey, con el que cultivó una relación de respeto y amistad, llamó a la familia del exsecretario general del PCE para expresar sus condolencias nada más enterarse de la noticia, y horas más tarde acompañado de doña Sofía se acercó al domicilio en el centro de Madrid para transmitir en persona su pesar a la viuda y a sus tres hijos. Y del Rey para abajo, todos. El presidente del Gobierno, el líder de la oposición y uno tras otro dirigentes políticos de todos los colores ensalzaron la figura del difunto.
Los cuatro jinetes
Con su muerte desaparece uno de los cuatro jinetes de la transición. En enero murió Manuel Fraga, con él tenía una curiosa relación. No eran amigos, pero el líder de la extinta Alianza Popular apadrinó en plena transición, un gesto que Carrillo no olvidó nunca, su presentación en sociedad con una conferencia en el club Siglo XXI de Madrid. Quedan vivos Felipe González y Adolfo Suárez, quien sí fue su amigo. Su relación nació en 1976 plagada de recelos mutuos, pero el roce hace el cariño y tras numerosas conversaciones, que entre otras cosas condujeron a la legalización del PCE para enfado de la cúpula militar de aquel tiempo, ambos dirigentes se profesaban mutua admiración y respeto. Y, por supuesto, amistad. Lástima que Suárez nunca se va a enterar de que su amigo de la transición se murió en la siesta de un día de verano.
Pero así como despertó simpatías y amores, también desató odios y rencores. Su papel en la Guerra Civil, en especial el episodio de Paracuellos del Jarama, donde fueron fusilados 2.500 militares franquistas cuando él era responsable de la defensa de Madrid, fue una mochila para toda la vida. Preguntado muchas veces por el sangriento hecho, siempre explicaba que el convoy que trasladaba a los presos fue asaltado por incontrolados y que su pecado fue no prevenir y evitar el ataque. Fue igual. Para la derecha montaraz y más recalcitrante siempre sería el asesino de Paracuellos.
Tras el conflicto bélico partió al exilio y erró por medio mundo hasta instalarse en París. En la década de los sesenta, cuando ya era secretario general del PCE, cargo que asumió en 1960 y no soltó hasta 1982, exteriorizó su distanciamiento de la URSS, y se alineó con el eurocomunismo, un comunismo democrático, que teorizó el italiano Enrico Berlinguer. Esta misma heterodoxia le animó a ser protagonista de la transición cuando muchos en su partido la descalificaban como maniobra de la burguesía para que nada cambiase.
Regresó a España en 1976, renunció a la bandera tricolor republicana, a ese modelo de Estado y reconoció a la Corona. El premio fue la legalización del partido. El castigo fue el varapalo en las urnas. Los comunistas se relamían ante la idea de recibir la recompensa ciudadana por su protagonismo antifranquista ante el silencio casi total de los socialistas. Pero no, el PSOE emergió como primera fuerza de la oposición tras la imparable UCD de Suárez, y el PCE cosechó apenas una veintena de diputados. La derrota le costó el puesto en 1982, y tres años más tarde, la expulsión del partido. A partir de entonces siguió ligado a la vida pública a través de libros, conferencias y presencia en los medios de comunicación. Hasta creó un pequeño partido, que enseguida se pasó con sus pocas armas y bagajes al PSOE. Él no.
Acabó sus días considerándose comunista y republicano, pero con especial reconocimiento a la Monarquía porque en España «garantiza los mismos derechos» que una República. Si de algo se sentía satisfecho era de su contribución a la reconciliación entre españoles con «la esperanza» de que algún día se superará el trauma de las 'dos españas'.
«Si volviera a nacer -dijo en una de sus últimas apariciones públicas- no cambiaría una coma de lo que he hecho». «En lo esencial -reflexionó con su cigarrillo en la mano y sus gruesas gafas de miope- no tengo ningún problema de conciencia. Estoy satisfecho con mi vida».