la última

Amar amores

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Los lacandones, como todos los amerindios, son de pocas palabras. Verónica hablaba lo justito, con el acento cantadito de Chiapas, sin que esa parquedad produjera sensaciones ambientales de aislamiento o lejanía entre nosotros. Antes al contrario, era un ser muy próximo, muy presente y ligado a la trama afectiva de la casa en la que ejercía de eje orgánico sigiloso. De gran sensibilidad avispada, muy vinculada a los amotinamientos indigenistas de la sierra lacandona, por ser su hermano lugarteniente del comandante Marcos, pronto se dio cuenta de que en nuestra casa no existían diferendos de carácter social, de ningún tipo, lo que, siempre en silencio agradecía con una elocuente sonrisilla perenne, propia de la sorpresa que le produjo el que en nuestra casa nada le estuviera prohibido, según nos manifestó, como que ninguna puerta, cajón o alhacena se cerrara con llave. Le producía clara extrañeza pícara el que el varón de la casa, el ‘amo’, fuera el único que en realidad estaba sujeto a restricciones y que mereciera regañinas. El delicioso feminismo machista andalucista de nuestra casa de Ensenada, en pleno corazón del machismo norteño mexicano, tan necio como inicuo, le hacía mucha gracia, llegando incluso a asimilarlo con gran desparpajo, hasta el punto de proponer que yo guisara a la italiana por hacerlo mejor que ella, según opinaba, desde la paradoja subversiva de «que hoy guise el señor».

Verónica dio a luz a una niña turricefálica. Un portento de la desdicha que pudiera ser debida al alcoholismo de su progenitor, al que ella nunca inculpó, si bien lo puso en la chingada calle con un lacónico: «¡Ahoritita se me va!». Aquel horror animado, se incorporó con toda naturalidad a nuestra vida, para enseñarnos a todos, colibríes y arriates de alcatraces del jardín incluidos, que siempre late un puñado de dicha en la desdicha, si ésta se asume con rigor espiritual y sentido, interpretándose como una encomienda del amor. La casa cambió completamente para girar en torno a aquel proyecto de existencia azarosa muy difícil de gestionar, cuya esperanza de vida se medía por semanas. Se decidió implantarle una válvula de drenaje para su hidrocefalia, sin muchas esperanzas de salir bien parados del trance. Verónica delegó en nosotros la decisión. La operamos en un hospital de Tijuana, en el que aquella madre lacandona se pasó diecisiete días, con sus noches, sentada en una silla al costado de la cama, sin permitir que nadie la sustituyera, hasta que se la trajo a casa, donde aún vivió tres años muy rudimentarios pero muy densos y formativos, pues todos asumimos la obligación de amar a disgusto, sin compensaciones, queriendo interpretar sus gruñidos de pequeño dragón asfixiado como un requiebro agradecido, lo que ni la fantasía maternal de Verónica se creía. Hay que amar profesionalmente. Amar es un destino.