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El bosque de Irene

Antonio Ares Camerino
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Irene es una niña de ojos brillantes y curiosos. Acaba de cumplir diez años y le encantan los animales. Como todos los años ha pasado el verano con sus padres y abuelos, en un pequeño pueblo costero. A su madre le ha confesado que está deseando que empiece el colegio. Ésta, extrañada, le ha preguntado ¿por qué?. Irene le ha respondido: «estoy ilusionada por repetir las excursiones al campo que hicimos el año pasado con don José María», su profesor de Naturales. Sabes Mami: «Allí se aprende más que en clase. El nombre de los árboles, el lenguaje de su corteza, el porvenir de las semillas, el destino de las huellas de los animales, se aprende a saborear frutos silvestres, a distinguir el olor de las resinas. Si miras hacía arriba, el murmullo de las hojas y las formas cambiantes de las nubes pasajeras te llevan a un mundo de fantasía».

Con tristeza su madre le ha respondido: «Cariño, este año no va a ser posible».

Según las crónicas del geógrafo romano Estrabon (Siglo I AC), una ardilla podía atravesar la península Ibérica, desde los Pirineos hasta el estrecho de Gibraltar, sin tocar el suelo, saltando de copa en copa, por la frondosidad de sus bosques. Los nombres de nuestros pueblos recuerdan un pasado rodeado de pinares, robledales, hayedos, encinares, castañares, alcornocales, etc.

Antiguamente el bosque no era bien visto por los lugareños. Se preferían los espacios abiertos, donde poder cultivar y donde el ganado pudiese pastar de manera extensiva. El bosque daba cobijo a las alimañas y podía ser perjudicial para la salud.

La pérdida de nuestros bosques y montes se inicia a final de la Edad Media, cuando se potencia la ganadería trashumante, supeditando los montes a las actividades agrícolas y ganaderas.

Los viejos del lugar dicen que los incendios forestales de verano se apagan en invierno.

En las últimas décadas la inversión forestal en nuestro país se ha reducido a una simple cobertura de peonadas, realizadas a veces de forma extemporánea.

La declaración de espacios protegidos no ha llevado consigo una inversión conservacionista a medio largo plazo. La gestión de nuestros montes se limita a la campaña de extinción de incendios, olvidando el potencial de riqueza medioambiental, económica y sociológica que tiene el bosque. Es generador de riqueza paisajística, ayuda a prevenir el cambio climático, aporta importantes recursos económicos y fija la población al territorio evitando el éxodo de nuestros pueblos. Es el mejor legado que podemos dejar a las generaciones venideras.

Este año se han quemado en España más de 165.000 hectáreas (ciento sesenta y cinco mil campos de fútbol). Un año extremadamente seco, las elevadas temperaturas, los recortes en inversiones forestales, la imperdonable descoordinación de las administraciones en materia de extinción de incendios y la maldita mano del hombre, han hecho que hayamos perdido parte irreparable de nuestro patrimonio. Ello supone condenar al medio rural a recibir ayudas de forma puntual tras una declaración de zona catastrófica, que seguro que llegarán tarde y en cantidades exiguas. «Cuando el monte se quema algo muy nuestro se quema».